Un día espléndido de esta primavera, quedamos con Carlos Nadal para dar nuestro habitual paseo guiado por Madrid. Nos reunimos en el centro de la plaza de Oriente a los pies de la estatua de Felipe IV y admiramos la magnífica escultura del jinete sobre su caballo apoyado en las dos patas traseras. Carlos nos contó que la obra fue un regalo que le hizo al rey un banquero genovés, Andrea Doria, y que en su elaboración participaron cuatro genios de la época: los españoles Diego Velázquez y Martínez Montañés, que proporcionaron las imágenes con las que se trabajaría el retrato, y los italianos Pietro Tacca, encargado de esculpir la estatua quien como no había visto nunca al monarca necesitaba retratos, y Galileo Galilei que hizo los cálculos y resolvió el problema del equilibrio proponiendo hacer de bronce macizo los cuartos traseros del caballo y el resto hueco. De esta manera podemos ver el conjunto tan airoso sin que el caballo ahocique.

Pero el objetivo de nuestra visita era en esta ocasión aquel Madrid medieval que surgió cuando los musulmanes que dominaban la península construyeron una “almudaina” o ciudadela en el lugar donde hoy se encuentra el Palacio Real. La mandó hacer el emir de Córdoba Mohamed I a finales del siglo IX y la protegió con una muralla con la intención de vigilar el camino a Toledo y defenderlo de las amenazas de los reinos cristianos que atacaban desde el norte.

Nos cuenta Carlos que los árabes eligieron esta atalaya por su elevada altura y porque cerca había mucha agua y una vega cultivable. La palabra árabe Mayrit alude a la abundancia de aguas subterráneas y de arroyos en el lugar, aunque otros sitúan el origen del nombre de la ciudad en el vocablo Matric, del latín Matrice, que significa “Madre de las aguas”. En cualquier caso, la importancia del agua en la fundación de Madrid parece que fue esencial.

La ciudadela ocupaba una extensión de unas cuatro hectáreas rodeadas por una muralla de aproximadamente un kilómetro de longitud. Dentro estaba el centro religioso y comercial con la Medina, el Alcázar y la Mezquita. Extramuros se levantaban las populares aljamas o barrios de población árabe, cristiana y judía. Daban acceso a ella la puerta de la Sagra al norte, la de la Vega al oeste y la de la Mezquita al este. A la de la Mezquita se la denominaba también Arco de la Almudena al servir para comunicar el área militar con la población extramuros. Las puertas de la Vega y la de la Sagra llevaban a las huertas y a los caminos.

Cuando Alfonso VI conquistó  Madrid,  en el año 1083, los cristianos pasaron a habitar la ciudad y el recinto amurallado fue ampliado y rodeado por la conocida como muralla cristiana de Madrid. Esta abarcaba una superficie ocho veces mayor que la comprendida dentro de la  muralla musulmana, tenía una longitud de más de dos kilómetros y cuatro puertas de acceso: la de Valnadú, la de Guadalajara, la de Moros y la de  Puerta Cerrada, llamada así al ser clausurada por los frecuentes asaltos que tenían lugar a través de ella. Inicialmente se llamaba de la Culebra por el relieve del dragón esculpido en la misma. A estos cuatro accesos se le añadían los de la primitiva muralla musulmana, aunque la de la Mezquita cambió su nombre por Arco de Santa María y quedaba en el interior.

De ambas quedan pocos restos repartidos por la ciudad y algunos pudimos ver. Gracias a ellos y a grabados o documentos medievales se puede reconstruir bien por donde iba su trazado.

Bajamos al parking de la plaza de Oriente para ver los restos de lo que un día fue una de las torres de vigilancia, aunque no formaba parte de la muralla. Se trata de una atalaya del siglo IX, la torre de los Huesos, llamada así por su proximidad al antiguo cementerio islámico de la Huesa del Raf. Fue salvada de las obras de remodelación de la plaza en 1996 en la que muchos restos de la muralla aparecieron y fueron de nuevo sepultados en cemento, pero permanece olvidada tras un expositor acristalado en la primera planta del aparcamiento subterráneo solo para recreo de los conductores que acudan al parking y que alguna atención le presten. Está construida en mampostería combinando silex y piedra caliza con sillares en las esquinas. Como la piedra de pedernal al ser golpeada provoca chispas uno de los lemas históricos de la ciudad dice «fui sobre agua edificada, mis muros de fuego son».

Salimos de nuevo a la plaza de Oriente y nos dirigimos hacia el lugar donde en su día estuvo la antigua iglesia de Santa María la Mayor o de la Almudena, el templo más antiguo de Madrid hasta su derribo en 1868. Esta iglesia estaba situada en la esquina de los antiguos trazados de las calles Mayor y Bailén y la actual calle de la Almudena. Ahora allí hay un bar llamado “Antigua casa de los vinos” y se conservan algunos restos de los cimientos del ábside protegidos con un cristal y observados atentamente por la estatua de un hombre en bronce: el vecino curioso.

Nos cuenta Carlos que sobre la antigua mezquita mayor del siglo IX se fue edificando y reconstruyendo la iglesia cristiana y que dado su deterioro se llevó a cabo una remodelación completa a cargo de Ventura Rodríguez en 1777 para evitar su derrumbe. Pero entre que seguía muy mal, que le pilló la desamortización de Madoz, que había que ensanchar la calle Mayor, que se aprobó el plan de apertura de la calle Bailén hasta San Francisco el Grande, que había que hacer un viaducto, que en 1868 llegó la revolución de septiembre o Gloriosa, que pasaba por ahí el Sexenio Democrático…el domingo 25 de octubre de 1868 se dijo la última misa y se clausuró la iglesia. Después se derribó.

Siempre había soñado la Almudena con ser catedral, pero Madrid no tuvo obispo hasta muy finales del siglo XIX porque el poderoso primado de Toledo se resistía a que en la corte hubiera otro cardenal que le hiciera sombra. Por fin, en abril de 1883, se colocó la primera piedra de la futura catedral de la Almudena en los terrenos cedidos por el rey Alfonso XII, en la extensión del patio de la Armería. Ya sabemos que ha tardado más de cien años en hacerse.

Mientras tratamos de asimilar tanta historia, Carlos nos dirige a la plaza de Ramales, a ver el lugar donde estuvieron dos de las iglesias medievales más antiguas de Madrid: la de San Juan y la de Santiago. La Plaza de Ramales se llama así en recuerdo de Ramales de la Victoria por un importante triunfo del general Espartero en esta localidad cántabra durante la primera guerra carlista, pero antes se llamó de San Juan, por la iglesia que albergaba. Y además, en la placa que anuncia el nombre de la plaza vemos la imagen de Diego Velázquez porque los historiadores opinan que el pintor fue enterrado en la iglesia de San Juan. Por eso también en medio de la Plaza se levanta un monolito en homenaje al pintor con la Cruz de Santiago de cuya orden era caballero. Entre tanto, el lugar donde se encontraba la iglesia de San Juan está señalado en el suelo por unos bancos en granito que siguen el trazado del ábside y muros. También se puede ver cubierto con cristal algún resto de sus cimientos.

Nos explica Carlos que San Juan era una pequeña ermita mozárabe en su origen que en época cristiana se convirtió en iglesia, pero la cercana de Santiago se había fundado después de la conquista cristiana porque Alfonso VI llegó con caballeros de la orden y quisieron tener su propia iglesia.

Ahí estuvieron ambas hasta que llegó a España José I Bonaparte, al inicio del siglo XIX. El hermano del emperador Napoleón que fue rey durante unos años y que fue apodado en España despectivamente como Pepe Botella o Pepe Plazuelas, parece que quería tener espacios diáfanos alrededor del Palacio Real. En este lugar había, nos cuenta Carlos con ironía, un dédalo de casas que el corso quería despejar. Los vecinos estaban demasiado cerca, los olores de los guisos se le metían en casa… y necesitaba panorámica, así que pensó echar abajo las iglesias nombradas.

Aunque ambos edificios se demolieron en 1810, al año siguiente mandó al arquitecto oficial Juan Antonio Cuervo que proyectara una iglesia nueva en donde estaba la de Santiago que sustituyera a las dos derribadas (no se podía cargar todas las iglesias de Madrid). Se realizó en un estilo neoclásico austero en ladrillo y granito, se llevaron allí las obras de arte de las iglesias derribadas y se la llamó de Santiago y de San Juan, así que todo arreglado. Pero los restos de Velázquez no sabemos dónde fueron a parar.

En la plaza de Ramales vemos también la sólida construcción del palacio de Domingo Trespalacios. Pero quizá el edificio que más llama la atención es el Palacio ecléctico del alavés Ricardo Angustias levantado en 1922, del que destaca sobre todo su torreón, Tiene un gran balcón y una decoración pictórica que llaman la atención y lo hacen distinguirse bien del resto de edificios de alrededor.

A continuación entramos en la iglesia de Santiago. Es mediana de tamaño, con forma de cruz griega casi redonda. Las paredes necesitan una buena restauración, pero la contemplación de sus pinturas merece la pena. Destaca en su altar mayor una obra excepcional de Francisco Rizi  que presidió también la antigua parroquia de Santiago y que representa a “Santiago matamoros” en actitud muy poco santa. Hay otro gran cuadro, el Bautismo de Cristo, de Carreño de Miranda situado a mano derecha del altar mayor. En lo alto de los machones de la cúpula se contemplan obras de Salvador Maella y de Bayeu, el suegro de Goya.

Caminando hacia la plaza del Biombo atisbamos la hermosa torre mudéjar de San Nicolás, similar a la que vimos de San Pedro el Viejo y que data del siglo XII. Se ha especulado si estas torres pertenecerían a antiguas mezquitas, muchos artesanos árabes habían quedado viviendo en territorio cristiano y eran quienes manejaban la arquitectura, así que harían un templo cristiano, pero a su estilo. La portada es barroca y muy bonita. Está realizada en granito con molduras y contiene la imagen de San Nicolás. La iglesia fue reformada en su día por Juan de Herrera y allí estuvo enterrado el arquitecto de El Escorial, aunque después fue trasladado a su tierra natal en Cantabria.

Llegamos a la calle Mayor, sorteamos la Casa de la Villa en la que se está celebrando el día de Europa  con un protocolo un tanto desordenado y mal compuesto que nos hace sonreír un rato.

Enfilamos por Traviesa y llegamos Sacramento que recibe ese nombre porque ahí estaba el convento de las monjas bernardas del Sacramento. La iglesia del barroco madrileño se conserva en buen estado, pero el convento, fundado por el duque de Uceda, ministro de Felipe III, en el año 1615, resultó muy dañado durante la guerra civil española y sus últimas ruinas se tiraron abajo en los años setenta para ser sustituidas por bloques de viviendas. A través de la calle del Rollo accedemos a un reducto pequeño que quedó del Convento y que está bastante escondido. Se trata de un precioso parque que se llama el Huerto de las Monjas. Hoy en lugar de hortalizas cultivadas por las hermanas tiene varios árboles frutales y una vistosa fuente, la Fuente de la Priora. Es uno de esos lugares con magia lleno de historia y tranquilidad que no te encuentras al paso si alguien no te los muestra y que consigue en un instante trasladarte a otra época.

Y volviendo a la calle Mayor acabamos la visita tomando una caña en el castizo restaurante Ciriaco.

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