Los sábados iba con mi padre a la clínica a ver a mi hermana mayor, a quien encontrábamos siempre sentada bajo un árbol.  Más tarde supe que era un olmo, de tronco rugoso y grandes raíces, que se asomaban a la tierra formando un hueco donde mi hermana se deslizaba como un cachorro maltratado.  Ya no recordaré ese árbol sin mi hermana.  Por aquel entonces no sabíamos cual era su enfermedad, mi padre la llamaba “ya veremos, ya veremos” que eran las palabras que decía el médico sobre su dolencia.  Se refugió en su soledad y en sus lecturas, y sólo el olor de sus cigarrillos nos decía donde se encontraba.  Sus ojos se volvieron tristes y, únicamente cuando veía a su hija se tornaba tierno y amable.  Pasábamos por la pastelería, y salía con una bandeja que depositaba en el olmo al lado de mi hermana.  La bella mano de mi padre acariciaba la cabeza de su hija hasta que emitía un ruido gutural acompañado de un gesto brusco de cabeza para que parara.  Entonces mi padre, con una mirada llena de cariño, le enseñaba los pasteles y le acercaba un milhojas de crema recubierto de canela, que comía glotonamente mientras le hablaba de cielos llenos de estrellas, de cometas, de lecturas contadas infantilmente.

 

Cuando llevaron a mi hermana a la clínica mi vida mejoró, me pasé a su habitación que era más grande, quité sus posters y coloqué uno de Madonna que a mi madre le hizo decir: -¿Hijo, no quieres guardar ningún recuerdo de tu hermana?  No la entendí, con su ausencia la casa era más espaciosa, las comidas más alegres y su bronca voz golpearía otras paredes.  La relación con mi padre se redujo a los sábados cuando íbamos a visitar a mi hermana poniéndonos nuestras mejores galas porque mi madre decía que las “desgracias sólo de puertas adentro”.

Pasaron los años, y un sábado, en el camino a la parte alta de la ciudad donde se encontraba la clínica, mi padre me puso su mano en el hombro y con ojos suplicantes me dijo, “prométeme que cuando yo falte irás a ver a tu hermana, prométemelo”.  Cruzábamos la plaza donde había un olmo de tronco fuerte y derecho, me apoyé en él y desde allí contemple el andar cansino de mi padre, su figura encorvada dejando un reguero de volutas de humo.  Le alcancé y le dije: “Si padre”.  Su cara expresó agradecimiento, encendió un cigarrillo, saludó al vendedor de periódicos y se santiguó al pasar delante de la iglesia.

Cuando llegamos al olmo, mi hermana estaba allí de pie, como un mástil desarbolado, con el vestido de flores que le había hecho mi madre y con sus ojos eternamente perdidos.

Mi padre abrió la bandeja de pasteles, un olor a crema y canela atravesó el aire y dio un milhojas a mi hermana.  Mi padre me miró dejando su cansancio en mis hombros, y mientras el pastel se desparramaba por las comisuras de su boca, una abeja zumbaba en el aire.  Aquella noche rompí el poster de Madonna.