Una  manta de calor denso cubría el pueblo de Necúparo cuando Juanita tendía la ropa en “La Estrella” la casa donde vivía la señora Remedios Valverde.  Los lagartos se escondían en sus madrigueras, los militares en las suyas, las tiendas cerradas, ni un ruido, ni una brisa de aire llegaban a aquel patio.  Juanita oía de vez en cuando las ruedas de un vehículo a su paso por “La Estrella”, y se veía en el coche.  Seguro que van a Ciudad Juárez, y pensaba en su mamá y en sus hermanos, que quería llevarlos a aquel país grande y rico, que estaba tan cerca, y tan separado por muros, alambradas, sirenas y emigrantes.

La Señora Remedios tenía el patio abandonado, pero por el muro que lindaba la casa crecían unas plantas trepadoras, carnosas, de pequeñas flores azules.  Juanita las  regaba de vez en cuando.  Las plantas tenían algo en común con ella.  Eran resistentes, se esforzaban, trataban de subir al extremo del muro y sobrepasarlo, y cuando venían las cucarachas voladoras, las flores se cerraban como hacía ella cuando veía a los milicos en las calles del pueblo.  Sobre todo a ese tan grande y fuerte, que frecuentaba la casa de la señora Valverde y que le daba miedo, tanto que cambiaba  de acera y se iba por la trasera de las casas para no encontrarlo.  Había aprendido a pasar inadvertida, a esconderse de sus semejantes.  Sabía muy bien que su acento de indígena aumentaba su indefensión.  En ese pueblo de calles mal construidas y casas peor edificadas, Juanita se deslizaba como una sombra rápida y anónima.

En el otro extremo del pueblo de Necúparo, la torre del cuartel de la guarnición se erguía como un tótem de poder y virilidad.  El cabo Flores, contemplaba la suya bajo la ducha.  Se encontraba temeroso de las miradas ajenas.  Temía que sus compañeros se rieran de él.  Ni las casas de masajes, ni las mujeres de la señora Remedios despertaban su masculinidad.  Sin embargo cuando vio a la chola en la casa de la señora Valverde, nuevos deseos agitaron su interior.  Su cuerpo ligero y menudo, en medio del sol abrasador, con la canasta de ropa blanca a sus pies llenaba su mente.  Con ella podría mostrarse hombre.  Cogió las botas de debajo del catre y se las colocó de un solo movimiento.  Ágilmente se ajustó el cinturón y llamó a tres soldados.  Haría un reconocimiento por el pueblo, y se acercaría a “La Estrella” y sabría de la chola.  Cogió su máscara de la muerte, tras la cual tantas veces se había escondido para no ser reconocido en las habitaciones de intercambio sexual, para que no hablaran de su poca virilidad en el pueblo.  Ya le vendría tiempo de gritar y mandar a los soldados en la guarnición.

 

Dieron una vuelta por las afueras de Nepúcaro.  El  violento sol de aquel verano dejaba las piedras y las plantas calcinadas como a aquella población de la frontera norte, de gentes desencantadas, donde la lluvia era un vago recuerdo y donde su hombría se perdía.  Salió con sus hombres del vehículo y se puso la máscara mirando al sol, confundiéndolo con una enorme canasta de ropa blanca.  Se sintió poderoso y señor y sus hombres le rieron.

La Señora Remedios le dijo que la chola tenía la tarde libre y que volvería a las nueve para preparar la cena a las mujeres.  A las ocho y media Juanita se encaminaba a la casa de su patrona.  Andaba rápido aunque tenía tiempo.  Había visto en una esquina al militar grande y fuerte al que temía.  Se metió por las traseras de las casas, la mezcla de olores de orines y burrito frío le hizo acelerar el paso.

Aunque no había luz conocía bien el camino, lo había hecho muchas veces, y en aquel cruce de cuando acababa el callejón y aparecía “La Estrella”, un hombre cubierto con una máscara se acercó, se puso delante y le cerró el camino.  Temerosa se contrajo, se redujo, se volvió sombra en la noche.  La máscara la cogió en sus brazos, le rompió el vestido, la tiró al suelo.  El milico consumó el acto.  Juanita apenas lloraba, no se quejaba, se acordó de su madre, tantas veces resignada, tantas veces derrotada y le vinieron sus palabras “hija todo menos eso, no te dejes, luego nadie te querrá”.
Desde niña había aprendido a callarse, a no llorar, a pasar desapercibida, echó a andar en la oscuridad, tropezándose con el suelo, componiendo su aspecto.  A lo lejos oyó el aullido de la sirena de un coche de policía.  Eran las nueve no quería llegar tarde a su trabajo.