La directora del Centro en la reunión que ha convocado con los monitores y vigilantes, les explica que el lugar se ha dividido en dos bandas, posible germen de peleas, la de los marroquíes y la de los subsaharianos, por lo que deben estar alertas y dar aviso a la dirección de cualquier incidente que ocurra. Reproducen las reyertas que existen en el barrio y que acaban con heridos y hospitalizaciones. Le ha llegado a sus oídos que cuando van a empezar una pelea, los marroquíes llevan una cinta verde que la cuelgan de la parte trasera de los pantalones y los subsaharianos una cinta blanca.

En el Centro no hay lugar para las bandas, la Directora recalca muy bien sus palabras: Allí todos debe cumplir las normas. Acabada la reunión se dirige al archivo donde están las fichas de los acogidos. La llave no responde a la primera, parece como si hubieran manipulado la cerradura. Lo revisa y y cierra el cajón que contiene la documentación de las vidas laceradas de los menores, repletas de casillas en blanco donde deberían aparecer el nombre de sus padres, edad, lugar de nacimiento…

Mohamed

Mohamed es pequeño, su cuerpo ágil y ligero le permitió colgarse del bajo del camión y cruzar la frontera. El nuevo idioma se le atravesó desde el momento en que lo vio en la gasolinera de Murcia donde quemó sus papeles y se convirtió en un adolescente que deambula por la vida a fuerza de puñetazos. Las autoridades le renombraron Mohamed y el nuevo apellido tardó tiempo en aprenderlo. El resto de las casillas de su ficha está en blanco. Su autenticó nombre Yussuf desapareció de su memoria, como el patio de su casa donde su madre lavaba la ropa, junto al oscuro recuerdo de su padre, que se fue de temporero a Francia para dejar a su mujer y a su hijo clavados en el patio como veletas en una tierra sin viento para dirigir sus vidas.

Tiene 18 años cumplidos pero su fino y pequeño esqueleto no revela esa edad Está a la espera de la prueba de los huesos que determinarán su continuidad o no en el Centro, pero mientras, deja el plato de comida medio vacío para no modificar su complexión. Es lento en el nuevo idioma y la escritura se le revela tan imposible como la recuperación de su verdadera identidad. Se ha endurecido hasta volverse indiferente, con un descaro casi inhumano.

Se dirige al descuidado jardín, en la parte posterior del Centro. Unos cartones acogen su cuerpo, se tumba con las piernas cruzadas, y sus rodillas sobresalen de sus pantalones desgarrados. Juguetea con el humo del cigarrillo. Por la mañana hundió una horquilla en la cerradura del archivo de la directora con la documentación de los menores. Mete la mano en la sudadera y lee la ficha de Anwar, buena conducta, padre, madre, hermanas, abuelo….. Su pensamiento está concentrado en librarse de Anwar. Sabe que si no lo hace, le levantará a Miriam esa chica del barrio que no quiere salir con los chicos del Centro, la muy creída. Poseerla en el coche desvencijado, aparcado cerca de las casuchas donde muere el descampado, sería una victoria para su vida humillada. Sonríe con suficiencia y da dos puñetazos en el aire.

Anwar

Piel negra, los ojos negros y el pelo tan corto que se le ve el sudor que se desliza por el cráneo.

El padre de Anwar era pescador y sabedor del papel del hombre blanco en su país, nunca le indujo a su hijo al odio ni al rencor. pero sí le había marcado con sus enseñanzas y desde que llegó a Cádiz supo, como su padre le había enseñado, que los blancos pusieron los cuerpos de Africa a trabajar en cuanto llegaron al continente. .

Las casillas de su expediente no muestran ninguna en blanco, su lugar de nacimiento, nombre de su familia. Aplicado, buena conducta. Llegó a Cádiz desde Senegal hace cuatro años en una patera con un amigo de la tribu de su familia. Tiene 16, el nuevo idioma no tuvo ningún secreto para él y la escritura la realiza con corrección. Su andar lento y parsimonioso en el patio, levantó una chispa de rabia en el interior de Mohamed desde su llegada.

Miriam

Hace un mes que conoce a Anwar, los viernes a la tarde se van al descampado y debajo de los árboles se cogen la mano. Ella le lleva las fresas que le ha dado su madre para merendar. Se miran y se ven en el fondo de sus ojos oscuros, el va muy poco a poco, el negro con la chica blanca. Recuerda las palabras de su padre “con las de tu raza Anwar, con las de tu raza”. Se sentía más seguro con balones, porterías, equipos, pero Miriam le deslumbraba. No era como las otras chicas, no andaba con ropa exagerada, hundía sus pechos para que no sobresalieran, su sonrisa era brillante y le transportaba a un mundo de colores. Miriam con su pequeña mano coge una fresa, le quita las hojas verdes y suavemente la deposita en la boca de Anwar, una y otra y otra. Anwar se mantiene con calma, pero la mano cuando le roza los labios y deposita la fresa en la boca es como un albaricoque en almíbar, cómo le gustaría cogerla y apretarla contra su corazón. Se retuerce de ganas.

Miriam tiene miedo que le descubran, su madre le ha prohibido salir con los chicos del Centro. Sus amigas se ríen de ella., “Que ahora le gusta el café con leche”, “que va mucho al zoo a ver a los gorilas. Cuando cae la noche, Miriam, coge la mochila y regresa a casa de su madre. Anwar vuelve a su existencia en blanco y negro, como cuando Miriam le pone la palma de la mano contra la suya y le posee un deseo irresistible.

Mohamed ya tiene su plan trazado. Esos negratas en cuanto ven a un tío de verdad solo saben gimotear y taparse la cara. Le dará un buen susto a Anwar. Ese día trata de pasar desapercibido. Anda con cuidado por el pasillo, saluda a la Directora con unos educados buenos días que la desconciertan. Mohamed le recuerda a un potrillo de poca estatura y escaso armazón. La mano la lleva en la parte trasera del pantalón, y una banda verde que empieza a salir del bolsillo sin resistencia se balancea al ritmo de sus pasos.

El veneno de su violencia empieza a hacer efecto. .

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