Un lunes, Pedro, el peón, tumbado en la parte trasera de la camioneta mira al cielo. Ha acabado la jornada.  Pone la pierna y un brazo encima de la escalera que está a su lado, la sujeta.  Acomoda el cuerpo haciendo un hueco entre los botes de pintura y las herramientas de trabajo.  El ruido de los coches que rodean la camioneta le impide dormir.  Sus  brazos oscuros y musculosos brillan con los rayos de luz que caen en vertical por la ciudad.  Mira al cielo.  Las nubes empujadas por una suave brisa primaveral, acompañan al avión que ha acabado la maniobra de despegue.  Las luces de la panza de la aeronave guiñan a Pedro y al mundo que se desparrama bajo sus alas.  Si Carlos hubiera mirado hacía abajo, quizás hubiera visto una camioneta rosa, con unos estridentes faros de aluminio y una figura humana tumbada en la parte trasera, con una escalera a su lado.  Pero, levanta la copa y ve el cielo a través del  claro y burbujeante champán.

Dos días después, la camioneta rosa se introduce en un sendero que conduce a una casa.  En la parte trasera del vehículo, Pedro se cambia la camiseta roja por otra más gastada.  Es pronto y un suave frescor le golpea la cara con un olor a gardenias del seto cercano.  Un coche enorme pasa al lado de la camioneta y un hombre de su edad  pisa el acelerador suavemente.  Qué coche: dice Pedro.  Y la camioneta sale del sendero para ir a la zona de obras.  Qué color, piensa un Carlos sonriente, al ver el vehículo dirigirse a la piscina, que está construyendo en su casa.  Pedro silva, le gusta la música.

La camioneta rosa está estropeada y Pedro se dirige a la casa de la piscina.  Tiene la cabeza reclinada en el cristal del autobús, y medio dormido no percibe, que un hombre en una moto pisa el acelerador, para colarse delante del autobús, que frena bruscamente.  Pedro se despierta con sangre en la pierna.  Un muelle, que sobresalía del plástico roto del asiento delantero, le ha hecho una brecha.  Dejan a Pedro en la calle más próxima al hospital mientras se tapa la herida con un pañuelo.

En estas desconexiones pasan los años.  Y Pedro un domingo, se sienta, de espaldas al mar, en un banco de cemento blanco.  Deposita en el suelo el carrito que lleva el amplificador de música.  La pierna le duele, le duele siempre, desde aquel día en el autobús.  No le pusieron la antitetánica, porque se había acabado.  No volvió al hospital.  Le esperaba una piscina que tenía que acabar antes del verano.  Se le quedó una pierna sin fuerza, inservible para trabajar.  Los domingos, al mediodía, son buenos para cantar.  La gente pasea y puede sacar unos pesos.  Le llega el olor de tortitas de carne del puesto cercano.  Coge la guitarra y empieza a cantar suave.  No quiere sacar su voz herida, la reserva sólo para él, como el dolor de su pierna.  Algunos le echan unas monedas.  Se acerca un hombre, casi de su edad, de piel blanca y todavía musculoso.  Lleva unas bermudas cortos y un polo con una figurita de un hombre montado a caballo.  Sus zapatos avisan que va a hacerse a la mar.  Carlos mete la mano en el bolsillo y saca una moneda que deposita en el pequeño plato delante del amplificador.  Pedro parece reconocer aquella cara.  De alguien que tuvo importancia en su vida.  No llega a recordar.

Pasa un rato, deja la guitarra a su lado y se da la vuelta en el banco.  Un velero con las velas desplegadas, se aleja del muelle zigzagueando entre los otros barcos.  El velero rompe la superficie del mar, hiriéndolo como a su pierna.  Ve a un hombre en la proa, con bermudas y un polo, y de pronto lo recuerda con la bata blanca de médico, diciéndole: que escasean los fármacos en el hospital, que vuelva otro día.  La brisa marina empieza a levantarse.  Una primavera asentada, pregona que es un día perfecto para navegar.  Carlos es un punto que se pierde en el mar.