Eran las ocho de la noche y el pueblo estaba envuelto en una quietud de lluvia y espera que presagiaba sobresaltos. El Padre Celso, entró en el zaguán, dejó la bici a un lado y sacudió el impermeable.

Entró en su habitación, sintonizó la radio y del exterior oyó los gritos de “libertad, libertad”, acompañados de cohetes. Una voz lacrimosa anunciaba la muerte del dictador en la radio. Por fin, se dijo el Padre Celso abrió el cajón de la mesilla y extrajo una carta tantas veces comenzada y las mismas abandonada. El papel tenía las esquinas dobladas de la humedad y las letras del comienzo de la misma estaban descoloridas.

Empezó a leer:

Excelentísimo Arzobispo de la diócesis de Orense. Me atrevo a escribirle esta carta que no he tenido la valentía de hacerlo antes. Se la envío con diecisiete años de retraso. El tres de junio de 1958, me acuerdo porque cumplía dieciséis años, mi padre…

El padre Celso fijó su recuerdo en esa fecha, no sin sentir una punzada de amargura.

– Hijo tráeme la azada y la pala y llévalas a la casa rectoral, voy para allí.

Mi madre alertada por las voces bajó a la cocina y me vio al punto de cumplir el deseo de mi padre.

– Por Dios, hijo, no se las lleves, esto nos va a traer otro disgusto y bastantes tenemos

– Pero madre…

Me fui corriendo a la rectoría y allí vi a mi padre delante del pilón medieval de gran valor, que adornaba la entrada de la casa rectoral. Era estriado y destinado en tiempos remotos a servir de pila bautismal para los nacidos en la aldea.

– Madre, me ha prohibido traerlas, que no quiere más líos.

– Es una cagueta, buena mujer pero cagueta

En aquel momento, mi padre, como un Sansón de aldea, rodeó con sus brazos el pilón e intentó moverlo para arrancarlo de la tierra. Estaba poseído por una fuerza que nunca antes le había visto, tenía la camisa salida del pantalón, sus resoplidos estallaban en el aire y el pilón no daba señales de moverse de su sitio Se pasó la manga por la frente, escupió al suelo, y cuando las fuerzas lo abandonaron, apoyó la cabeza en los brazos encima del pilón y susurró, “esto no, esto no, es de la aldea”. Sus manos sangraban por las rozaduras de las muescas de las estrías.

Un mes antes había llegado a la aldea una señora en un coche negro, visitó la casa rectoral y se encaprichó del pilón. El párroco habló con el alcalde para que no se perpetrara el deseo de la señora de amplia sonrisa y escote cubierto de perlas, pero el alcalde evaluó su posición y pensó que unas piedras colocadas unas encima de otras, no eran comparables a sus funciones de regidor. La noticia se comentaba en los corrillos de la plaza porticada a pesar de los esfuerzos del alcalde por ocultarla.

Una mañana al amanecer se presentó en la aldea un camión con media docena de obreros con, picos, palas y martillos mandados por un hombre vestido de azul, y cuando la plaza enmudecía a la hora de comer, se llevaron el pilón. Una manta de humillación se extendió por la gente de la aldea, como una borrasca que les hubiera ordenado que enmudecieran, y abandonados a la impunidad de los privilegiados.

Mi padre, con escasas fuerzas físicas por el ensañamiento al que le sometió el director de la cárcel mientras estuvo en el penal, no tardó en morir. El sabía que yo había salido a madre, escaso de valentía, y no me encomendó ninguna acción para devolver el pilón al pueblo y salvarlo de los planes de la señora.

El padre Celso volvió a la carta, y continúo escribiendo:

Me atrevo a decirle, Su Eminencia, que mi padre que quería cambiar el mundo, que nunca acudió a la iglesia adelantó su muerte por salvar la pieza románica, símbolo de la dignidad de la aldea. Me he sentido durante estos años como un pájaro que revolotea en una caja de alambres, ante la imagen de mi padre en su lucha por salvar el pilón con sus propias fuerzas. Parece que aquel día Dios descansaba.

Es mi deseo con esta carta, que su Excelentísima, si tiene a bien, haga lo necesario para devolver la pieza objeto de este escrito a su lugar de origen, la aldea de Moiras, que se la llevaron en Agosto de 1958, por orden del que acaba de fallecer.

Agradeciéndole de antemano la bendición de su excelencia, respetuosamente en Cristo. Su servidor, Celso Abroiro

Orense, 20 de noviembre de 1975

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