Me sitúo en el año 85 (Madrid, España) y pertenecía yo entonces al grupo “Cultura Abierta”, de carácter no estrictamente político sino más bien sociocultural, y de procedencia cristiana, aunque a la altura de mi ingreso en él tenía un perfil plenamente secularizado y laico, con algunos matices.

La asistencia a las reuniones habituales de los jueves no era numerosa. La participación en los debates, moderada y tranquila, a veces en exceso, con excepciones notables, casi siempre por parte de las chicas, más vivaces e incisivas. Recuerdo a Lidia Martín y a Encarna Gómez, que se complementaban en su manejo del humor y de la ironía, más o menos penetrantes en cada caso. Podría calificarse al grupo de recoleto o casi contemplativo, centrado en la reflexión intimista y en el debate espiritual.

La influencia del “sector cristiano” se debía sobre todo a la presencia mayoritaria e influyente en la Junta Directiva de sus militantes en los debates, propuestas y selección de temas a tratar. Hubo un tiempo en que tuvimos que soportar una verdadera saturación de temas eclesiásticos, más concretamente los inacabables documentos de la doctrina social de la iglesia.

Pero había excepciones a la atonía general de los miembros del grupo. Pronto descubrí a Ricardo Ortigosa, del que me llamó la atención la nitidez de su discurso, su tono constructivo y su tolerancia. La racionalidad y la fuerza de convicción brillaban en sus propuestas y en sus réplicas, formuladas en un lenguaje sencillo y mesurado. No siempre continuaría así a lo largo del tiempo que nos conocimos y nos tratamos intensamente, pero aquellas primeras impresiones me sirvieron de referencia y de estímulo.

Yo notaba una incipiente empatía hacia Ricardo, no correspondida por él, que más bien desdeñaba mis intentos de aproximación. Su capacidad y práctica de liderazgo iban paralelas a su sencillez y cercanía, su atrayente calidez. Pero sus cualidades positivas se veían oscurecidas a menudo por arranques autoritarios y de descalificación hacia los demás.

La constitución física de Ricardo acompañaba a su talante moral. De gran expresividad en los gestos, sobre todo en las manos, de mirada penetrante y nerviosa, sus silencios eran a veces más elocuentes que sus palabras.

En una reunión habitual de la junta directiva (a la que yo entonces pertenecía) planteë con sinceridad no desgarrada el problema que yo veía –y que consideraba grave- de la progresiva “espiritualización” del grupo, que se hacía patente en sus documentos, manifiestos y acciones (o en la ausencia de ellas). Las demandas socioculturales y las acciones reivindicativas quedaban fuera de lugar o pasaban a segundo plano. Y así una serie de cosas en la misma línea. Cualquier crítica a la iglesia institucional –añadí- se consideraba también desleal y merecedora de rechazo y de no acatamiento por parte del grupo.

Esta era mi visión de las cosas, que expuse con transparencia y lealtad.

La reacción del grupo a mi reflexión fue claramente adversa, con ligeras excepciones de matiz. Lidia y Ricardo hicieron sus apreciaciones sobre la iglesia como valor teológico, y el resto (Encarna, Fermín, Yolanda y César) guardaron un inexpresivo silencio sin tono ni colorido.

Pero a partir de entonces crecieron las fisuras en el grupo. Yo estaba particularmente atento a las palabras y actitudes de Ricardo, porque me parecía la persona clave en cuanto a liderazgo, referencia y estímulo para los demás, como ya he dicho. Descubrí al mismo tiempo sus contradicciones y lagunas, derivadas de una rígida formación eclesiástica, de un talante autoritario y de una concepción verticalista de la religión. Él no mostraba un interés especial hacia mí en ningún aspecto: ni personal ni ideológico ni político, y más bien se preocupaba de hacer visible su desprecio o displicencia hacia mis opiniones y tomas de posición.

La cuestión tomó entonces un giro quizá insospechado pero previsible. Yo arrecíé en mis críticas a la total inacción del grupo en el ámbito social y político. Mi intervención obtuvo, como era de esperar, la réplica airada de Ricardo y sus seguidores.

El núcleo del debate fue tomando mayor vuelo y cobrando un interés creciente. Se llegó a plantear por parte de alguno -entre los que yo me encontraba- la necesidad de “liquidar” grupos como el nuestro, dada su inutilidad o al menos su comprobada inoperancia social y cultural, su pobreza teórica con excepción dudosa de los temas “religiosos”- Tal “liquidación”, aunque se hiciera de modo abrupto, podía y debía llevarse a cabo de manera racional, fundamentada y rigurosa.

Ricardo y sus partidarios rebatieron frontalmente esta postura, según sus ideas. El origen y la orientación cristiana del grupo era compatible con su dinamismo sociopolítico, y la eficacia del mismo debía medirse con criterios antropológicos y globales más allá de los estrictamente visibles y mensurables. “En cualquier caso, el abandono o liquidación de grupos como el nuestro se opone a criterios válidos inspirados en la paciencia cristiana y en la transformación revolucionaria de la sociedad”, afirmó Ricardo con el rostro encendido, y sus palabras me sonaron en su boca demasiado enfáticas y explosivas.

En un tono más distendido, Lidia y Encarna se turnaron en el uso de la palabra, con su habitual juego de bromas e ironías que encerraban potentes cargas de metralla. “Resulta peligroso confundir la paciencia con la inercia y la serenidad con el inmovilismo, y nos hemos apuntado antes a los segundos que a los primeros términos del planteamiento”, afirmó Lidia con una sencillez nada retórica que Encarna corroboró con expresivos gestos de una mímica tan tosca como elocuente.

El debate, en distintas y numerosas sesiones, fue cobrando profundidad y concreción, pero también acritud. Las posturas se radicalizaban con velocidad peligrosa. Algunos y algunas planteaban que había que abordar ya, de inmediato, la disolución del grupo dada su tibieza e ineficacia. Otros se reafirmaban en su estructura actual con pequeños retoques y matices, más bien de carácter formal. Y un resto de participantes se decantaba por marcarse un tiempo a plazo fijo de maduración y de espera.

Vivimos días de tensión y desasosiego. La comunicación nunca había fluido bien entre nosotros, ni siquiera entre los más cercanos, y ahora menos que nunca. Las cuestiones personales se agudizaron. Yo trataba de reflexionar en paz y de interiorizar todo esto con la mayor honestidad y rigor posibles. Procuraba acumular argumentos a favor de la tesis que me parecía más plausible, es decir, la de que era preferible una ruptura razonable y clara que el final postergado indefinidamente en una agonía dilatada y lánguida.

Compartí esta reflexión mía con mis compañeros y compañeras más cercanos, y el paso del tiempo fue haciendo también su trabajo, ayudándonos a quitar hierro y crispación a la inevitable toma de decisiones que debíamos asumir. El grupo más próximo a Ricardo mantuvo su postura, pero con un cierto tono nuevo en la mirada y en la palabra. Maite, Encarna y yo abandonamos el grupo sin heridas mayores, abiertos a otras posibilidades, y el resto permaneció en su largo y viejo dilema entre la inacción y el silencio.

No fue un final feliz, pero sí el desenlace sencillamente humano de un complejo episodio sazonado con algunas dosis de humildad y de tolerancia.

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