El vagón llega a la estación y los viajeros se acomodan en los asientos. Nadie observa a nadie. Unos tienen la mirada en sus móviles, otros intentan dar una cabezada. Alguna compra de navidad descansa en el suelo. Vuelven del trabajo. El ruido del tren lo inunda todo e incrementa el aislamiento de los pasajeros. En la parada siguiente entra un hombre de gran envergadura. Lleva una chaqueta que le queda corta y los pantalones apenas le rozan los tobillos. Sus zapatos están rotos por las punteras. La cara es roja marcada con cicatrices de algún sarampión infantil y su aspecto es rudo y desafiante. Parece salido de un asilo pero su discurso es coherente y repite una letanía con voz cascada y acento extranjero: «señorres, señorras, estoy enfermo, no tengo trabajo, no quiero rrobar». Y extiende un cacillo perdido en una mano enorme ante los ojos de los viajeros, que hunden las cabezas en sus móviles, prestos a rechazar la visión que se presenta ante sus ojos.

Su figura se queda enmarcada en medio del vagón. Al rato aparece una mujer que cubre su cabeza con una pañoleta de flores, las puntas atadas en la nuca, es pequeña y robusta, su cara no revela vejez pero sí devastación. Se cubre con un abrigo salido de algún ropero solidario que le cae hasta los pies que unas chanclas de plástico cubren unos calcetines oscuros. En la mano lleva una foto en un funda de plástico gastada, en la que borrosamente se aprecian unos niños. Comienza su invocación, «por favorr, soy madre de». No acaba la frase, los dos mendigos se miran, se enzarzan, se gritan, el cacillo con las monedas cae al suelo, la foto salta por los aires, hablan un idioma desconocido con resonancias orientales. El ruido del tren queda cegado por los chillidos de los indigentes. Los pasajeros levantan la mirada de su móviles y presencian la riña con incomodidad. No dicen nada.

 

Un momento después aparecen dos vigilantes del metro. Uno coge a la mujer y el otro al hombre, los empujan y escuchan las palabras «inmigración», «papeles», «policía». El tren se detiene en la parada siguiente. Los dos mendigos salen al andén acompañados por los vigilantes. Van callados, se miran, el hombre pone su enorme manaza en la espalda de la mujer de la foto, que oculta unos sollozos mientras coloca la cabeza en el hombro de su compatriota. Los pasajeros del metro contemplan el desamparo de aquella pareja. Una ráfaga de compasión queda suspendida en el vagón. Pasados unos instantes tren y pasajeros recuperan la calma. Los viajeros hacen un clic en sus móviles y atrapan de nuevo sus vidas.

La nube de compasión se desgaja en el túnel del metro, que acelera la marcha hacia su destino