¡Jo, que chasco! El otro día en un escenario murciano, según decía la noticia, un inspector de policía había, primero, obligado a que taparan el busto de una cantante y luego, al acabar la actuación, detenerla.

Aquello me retrotrajo a una época lejana. Fue en la primavera del año 1972, algunos estudiantes combinábamos la música noctámbula y gamberra con tintes romanticones de los fines de semana como tunos, con la música diurna en dos lineas de acción: la de la teoría de la Liberación, junto a los curas obreros, el grupo cantaba en misa de 12 los domingos, en la parroquia del Parque Móvil, canciones de: Viva la gente, junto a Quilapayún, entre otros grupos y la reivindicativa en formato folk, que era lo que se había puesto de moda en aquellos años. Algunas recordaréis canciones como: Sinner Man o Me casó mi madre.

Nuestro afán como infiltrados contribuyentes al cambio social, no era otro que el de introducir textos de canciones reivindicativos, sacados de viejas canciones como: ¡Ay, Carmela!, o poemas no editados aquí. Algo parecido al clásico: “Entre col y col, lechuga”.

Ingenuos de nosotros, pollinos con espíritu revolucionario de pacotilla. Siempre se nos dijo: ¡ojo, que la policía no es tonta! Pero nosotros no hicimos caso.

Era un fin de semana, el grupo folk, era muy bueno, no necesitaba nuestras achicharradas voces y mucho menos nuestros instrumentos, Manolo le daba al almirez, a la botella de anís y a la armónica, yo me encargaba de la percusión, en la iglesia tocaba la batería, pero con el grupo folk, no quedaba bien tanto plato y tambor y solo le daba a la pandereta, los bongos y pare usted de contar. Introdujimos nuestra peculiaridad artística, en la mayoría de canciones había una parte recitada que, con más sentimiento que profesionalidad, mientras la música seguía, yo le daba al recitado engolado. Lo único que tenía bueno era la voz, cosa que venía de fábrica, nunca hice nada por tenerla.

La anécdota que quería recordar y que se entrelaza con el viejo poema de Gustavo Adolfo Bécquer: Volverán las oscuras golondrinas, en tu balcón sus nidos a colgar….Volverán las tupidas madreselvas, de tu jardín las tapias a escalar… Volverán los rigores de pasados años… Esta última anáfora no es de Bécquer, es lo que me vino a la cabeza al escuchar la noticia referida.

Era medio día de un sábado cualquiera en el salón de actos de un Colegio Mayor en Madrid. Solo nos pidieron que hiciéramos dos canciones, la primera fue una canción montañera, posiblemente de origen francés: Venimos de Chamonix, un clásico. El ambiente estaba caldeado ya con las actuaciones anteriores, la canción de desamores y gorgoritos no apaciguó al público utópico. Llegó la segunda canción: Bartolina, la llamábamos. No explicamos nada más que se trataba de un poema de un autor Guatemalteco, que desconocíamos hasta su nombre, de él solo teníamos ese poema. Eso era cierto. Como el poema era muy largo, le metimos la tijera y no quedó mal. El titulo tenía su aquel, ya que recordaba a Bartolina Sisa, que fue una heroína Aymara, que se enfrentó a los españoles del siglo XVIII.

Comienza la canción y llega el momento del recitado: Allá donde me encuentre solo y oscuro de Bartolina, hallaré mi libertad con su lumbre colectiva. Le debo a la libertad, muy grande deuda le adeudo, y como debo, debo pagar, pues soy honrado.

Yo estaba enfrascado en decir ante el micrófono los versos de la mejor manera posible, antes de terminar me doy cuenta que la música no me acompaña. Fue una sensación extraña, tardé en reaccionar, lo hice tras haber acabado, el público, todo jóvenes, callaba, pero había murmullos, algo pasaba. Me di la vuelta y vi a un hombre alto, joven, moreno, embigotado, secundado por dos señores uniformados de gris, no vi las porras, no vi nada más que la cara de ese hombre que, haciéndose el gracioso, o eso pensaba yo, me preguntaba por la canción, de donde la habíamos sacado, su significado, que significaba bartolina, que quería decir el poema… ¡Y yo que sé. Cuantas cosas más!

Las décimas de segundos se hacían tremendamente largas, no sabía que contestar al funcionario, las rótulas me castañeteaban, las tripas se agitaban…

Al fin, dije algo relacionado con que la tal bartolina era una forma de decir cárcel en el lenguaje de los indígenas de América central y que el poema iba de que tenía que ir a la cárcel porque había sido sentenciado por la justicia española en la indias.

Pasaron unos segundos interminables, todo el mundo callaba entre murmullos solapados, las piernas temblaban, las rótulas cantaban el Adiós a la vida, de Tosca, mientras caía a toda velocidad a un abismo sin fin y miles de toneladas de rocas me enterraban…

Una voz femenina, compañera del grupo musical, se dejó escuchar, todo el grupo secundó su iniciativa, desde las butacas comenzaron a escucharse palmas de acompañamiento. Todo muy suave y delicado. Al fin, el señor funcionario nos advirtió desde el micrófono, que debíamos tener mucho ojito con lo que hacíamos y decíamos, se dio media vuelta y, siempre secundado por los dos policías vestidos de gris, abandonó el escenario. Había tenido su minuto de gloria. Segundos después terminamos de cantar Bartolina y, como alma que lleva el diablo, desaparecimos de aquel Colegio Mayor con algo que conocíamos todos muy bien. Miedo.

En aquellos años se intentó censurar la libertad de expresión y el otro día, se volvió a las andadas, cincuenta y unos años después volvemos a las mismas miserias, a las mismas censuras y al mismo ordeno y mando. ¿Tendremos que volver a las librerías de tapadillo, a que nos presten o nos vendan libros que no se han permitido publicar en España?

Me acaban de pasar el comunicado de prensa del veto a la obra teatral Orlando, basado en la novela de Virginia Wolff, donde una concejalía de “cultura”, con perdón, prohibía representar la obra, una obra que lleva más de 100 funciones.

¿Tendremos que ir a ver los estrenos teatrales con inmediatez, por si el ministro de turno impide su representación, como ocurrió con Marat, Sade, de Peter Weis, allá por 1968? Charenton, es la institución mental donde residen los protagonistas de esta gran obra, y me pregunto: ¿estará abriendo sus puertas a nuevos residentes?

El martes pasado tuvimos la asamblea anual de la Academia de las Artes Escénicas, no me di cuenta, pero quizá deberíamos pedir que se concediera un premio Talía a la mejor Corporación Municipal Censora y a la mejor obra Censurada en los escenarios españoles. Tendré que consultar si hay tiempo para hacer esa petición.

Publicado en El Obrero

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