Txispas era un setter inteligente y generoso que llevaba una buena vida con su familia feliz. Pero aquel lunes fue un mal día para él, cómo iba a saber que la pipa de plástico que el niño de la casa se ponía en la boca le era necesaria para respirar. Lo confundió con un hueso y lo rompió como si fuera un trozo de cartón. Los quejidos y ahogos del pequeño atrajeron a la asistenta quien telefoneó al padre del niño. Cuando entraron en el hospital la piel del pequeño se cubría de un tono azul y su respiración menguaba. Desde aquel día la brecha del afecto se fue agrandando y el matrimonio tomó la decisión. Txispas hacía todos los arrumacos para granjearse de nuevo la amistad de la familia, se tumbaba con su oreja sedosa sobre el ojo, arañaba suavemente la puerta de la habitación de los dueños con un sonido lastimero, pero unos golpes en el hocico le mostraron que no podía acercarse al niño y le desterraron a la terraza con una alfombra vieja.

Txispas salió del coche y se intrincó por un camino de hierba pisoteado mil veces que le llevó al río. Tres horas sometido a frecuentes zarandeos en la trasera del vehículo, le habían dejado extenuado. Bebió hasta saciarse, se acercó con su colgante lengua rosada a unos patos, que alzaron el vuelo en cuanto vieron a aquel animal peludo. Se revolcó en la hierba y sacudió todo su cuerpo dejando un surtidor de gotas de agua. Estiró las piernas delanteras, retorciendo su hermoso cuerpo como si fuera una masa elástica y fue al encuentro de su amo. No encontró a nadie. Su olfato no le engañaba, estaban todavía las cagarrutas de las ovejas, el pequeño seto de boj que separaba la carretera de la bajada al río, y la colilla de su dueño. Allí le habían dejado y allí se quedaría.

Su amo regresó al coche, dejó el collar y la placa de Txispas en la guantera y rápidamente puso el motor en marcha. Apoyó su mano en la de su mujer y le dijo: “Ya está. Ahora no pueden identificarlo”. Por el retrovisor vió que su hijo dormía con su asmática respiración silbante. Les quedaban dos horas de carretera hasta llegar a las Landas y empezar sus vacaciones. Pisó el acelerador.

La noche estrellada cayó sobre Txispas, con la misma fuerza que el hambre que le retorcía el estómago. Alzó el hocico y un olor a carne y huesos le hizo encaminarse hacia unos contenedores situados en la parte trasera de un edificio. Sus fuertes y relucientes patas traseras saltaron la verja. Comía con avidez y temor un hermoso hueso con trozos de carne, cuando unas piedras le pasaron rozando la cabeza. Se enroscó debajo de un árbol con la esperanza de hacerse invisible y evitar la granizada de proyectiles. Los hombres que trabajaban en el matadero, no querían saber nada de perros, un perro en los contenedores evidenciaba que se saltaban la norma de la quema de los despojos.

Por las mañanas Txispas salía a conocer el mundo al que le habían lanzado hacía seis meses. Tenía el pelo sucio y en sus mechones convivían insectos. Sus piernas habían perdido elasticidad y brillo, y vagaba sin rumbo hasta que llegaba la noche y se cercaba a los contenedores extremecido. Cada vez le era mas costoso encontrar un hueso con carne. Txispas se volvíó un perro taciturno y desamparado. Por las noches el recuerdo de la familia que tanto añoraba le tenía preso en el lugar de su abandono. Si no acudía se sentía más perdido.

Pero una noche de invierno, en que la temperatura había descendido varios grados, vio una muchacha en el lateral de la carretera que avivaba una fogata que iluminaba un minúsculo espacio entre dos setos. Destacaban en ella unos pantalones color pistacho y unas piernas embutidas en deshilachadas medias negras, como si viniera de pelearse con un mundo adverso. Txispas levantó su espléndida cabeza y sus ojos buscaron los de la chica. “Vete, vete, me vas a espantar a los clientes”, le dijo con un extraño acento. Durante unos segundos Txispas se quedó paralizado. Un coche se paró y la muchacha tras una pequeña conversación, se metió en el auto y regresó al cabo de un rato. La operación se repitió varias veces.

Al amanecer la chica apagó la pequeña fogata. Txispas avanzó con pasos cortos y se puso a sus pies tembloroso. Ella palpó el cuello del perro y ante la ausencia de collar y placa de identidad se dijo: “es un sin papeles como yo”. Cogió un pequeño paquete y depositó unas lonchas de jamón en el hocico del perro. Txispas loco de alegría se puso a cabriolar alrededor de las medias negras sin dejar de mirarla con sus ojos color azabache. La muchacha le cosquilleo detrás de la oreja y sintió una ola de afecto que la sobrecogió.

Cuando el día se hizo realidad una figura con unos reflectantes pantalones pistacho, acompañada de un setter con aspecto de volver del campo de batalla, caminaban unidos por un desconocido afecto.

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