Existen indudables razones para la desconfianza en nuestro momento actual. Y ello tanto a nivel general como político, en muchas estructuras e instituciones sociales que sufrimos o en la falta de credibilidad de nuestros gobernantes o dirigentes.

Un recorrido por nuestro mundo y momento actuales nos lo muestran como una especie de “sinfonía inacabada” –abundando en el simbólico lenguaje musical- o quizá mucho más que eso, una nube densa de naufragios y conflictos, una exposición cruel de violencia física como la guerra de Ucrania, pero también una especie de violencia estructural y cualitativa que todo lo invade y penetra. Una violencia que se ha fraguado en el tiempo a base de carencias acumuladas en perjuicio de la sociedad y de la vida humana.

“Melancolía” es una de las grandes palabras de nuestro universo cultural y existencial, como expresión atenuada del pesimismo o la impotencia extremos. A veces se nos achacan lenguajes negativos o derrotistas que inciden en una dinámica de languidez. La melancolía tiene asimismo una hermana menor en la monotonía, la inercia o la rutina cotidianas que nos roban energía y entusiasmo.

Algunos de mis lectores amigos atribuyen una entonación pesimista a la mayoría de mis escritos, una visión compulsiva y sombría del conjunto de cosas de la vida. Otros matizan y rebajan tal caracterización a una suerte de melancolía o languidez, como acabo de describir. Esa melancolía es una especie de líquido pegajoso y sutil que se adhiere a nuestra piel y resbala sobre ella proporcionando una sensación de incomodidad y vértigo.

A esa melancolía cotidiana y negativa cabe contraponer la valentía de la audacia, el empeño de la voluntad. Al rigor de la racionalidad se añade la calidez de la cordialidad humana que hace la vida más interesante y llevadera.

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