Algunas cosas de la actual situación sociopolítica me hacen remover mis papeles y, con ellos, mi memoria. Me refiero a los papeles de aquellos ya muy lejanos estudios de filosofía que muy pocas lenguaje político, en los múlcosas de la inmediata actualidad me hacen recordar. Pero algunas sí, con fuerza y penetración. Las cuestiones del lenguaje, sobre todo. Por ejemplo, algunos de los adjetivos que se utilizan en eltiples debates y artículos de opinión, en los calificativos que aplicamos a distintos hechos y personas: en torno a determinadas actitudes: “radical”, “extremista”, “exagerado”, etc. y esto solemos hacerlo a falta de otros calificativos que sustituyan con más equilibrio y justeza a los primeros, más vagos e imprecisos. Aquí aparece en escena el interés de la filosofía. Porque existen en su ámbito términos que encierran conceptos adecuados y útiles para la vida. Por ejemplo, en algunos casos sería más adecuado calificar de “utópico” a lo que llamamos “radical” o “extremista”, como antes he dicho. Me animo, pues, a transcribir este artículo que escribí hace tiempo sobre estas cuestiones.

Utópico significa literalmente no lugar, lo que no se da ni existe en ninguna parte. Su traducción etimológica y primaria nos resulta poco significativa, por lo que conviene contextualizarla y enriquecerla, personalizarla. Utópico es aquello que perseguimos sin alcanzarlo nunca del todo, lo que está en proceso continuo de realización, y eso en todos los horizontes que la vida despliega ante nosotros El pensamiento utópico es toda una corriente de la filosofía, pero constituye también una actitud humana y existencial. Su obra más representativa es la Utopía de Tomás Moro; pero —sin entrar en indagaciones más sistemáticas—, existen indudables figuras y referencias significativas, como la de Antonio Gramsci, filósofo italiano contemporáneo y militante comunista de alta responsabilidad y compromiso político radical (utópico) en la elaboración y defensa vital del pensamiento de la izquierda.

Gramsci tuvo la audacia y el acierto de definir la utopía como “la vida nueva y bella”, transformando la aridez filosófica en lenguaje poético. También podemos considerar a Gramsci dentro de la nómina de los imprescindibles de los que hablaba Bertolt Brecht, de aquellas personas que luchan y construyen siempre por encima de todas las dificultades y contratiempos. Ellos son los militantes, los utópicos, aunque esta caracterización debe ampliarse gradualmente a todas las personas —a todos nosotros de alguna manera— dotadas de una mente racional, de un corazón sensible y de una disponibilidad para el compromiso.

El término “utopía” tiene un sentido negativo (lo que no llega a alcanzarse del todo) y otro positivo, más importante, verdadero y profundo: el horizonte que dinamiza y orienta nuestros empeños y tareas, también nuestros proyectos de más largo aliento, y es un ingrediente de nuestra vida y lucha cotidianas. En distintos escenarios, grandes o pequeños, podemos realizar el día a día de nuestra creatividad y nuestra esperanza, sin que la lejanía utópica se desvanezca ante el cúmulo evitable de tareas torpes y mediocres que realizamos cada día.

La actividad política contiene escasas dosis de utopía, pero está en nuestra mano — aunque de forma muy limitada y vacilante— regenerarla y restaurarla mediante la coherencia personal, la acción pública y ciudadana, la profundización democrática y la reflexión y el debate colectivos. Con empeño y confianza podemos estimularnos recíprocamente a todo ello, porque la utopía alumbra y mantiene la confianza en nosotros mismos y en las tareas colectivas que juntos emprendemos.

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