Las crónicas de la erupción del Volcán de La Palma han narrado, desde el primer día, el comportamiento sereno y civilizado de las personas afectadas por sus terribles consecuencias. Muchas han coincidido en afirmar en que “ha sido una actitud ejemplar” teniendo en cuenta que, de un día para otro, se han visto obligados a abandonar sus casas y sus bienes y presenciar, en el peor de los casos, como eran engullidos por la lava.

Así también me lo transmitió un amigo de Barcelona, ayer mismo: le llamaba la atención esa manera de reaccionar y pensaba que en otras zonas de España la gente no se hubiera comportado igual.

Sin saber cómo hubiera actuado en tales circunstancias, no me ha sorprendido tanto. Tranquilos, pero con el corazón roto, agarrotado, y con el alma puesta en el tiempo que les falta para (¿cómo?) recuperar su normalidad; con un dolor indescriptible pero con una mirada cargada de esperanza.

Vivir en un isla marca carácter: el aislamiento, el olvido, el trabajo duro y la falta de futuro que tuvieron que pasar muchos de nuestros mayores a lo largo de los años, han dejado una huella indeleble bajo la piel de una sociedad pequeña, eminentemente rural y acostumbrada a convivir con un entorno que no siempre ofrece su mejor cara.

La paciencia infinita para subsistir del cultivo de una tierra escarpada y agreste, volcánica, que depende del agua (también escasa), del sol y del viento, da paso a la aceptación de que estamos en manos de Dios, de la Naturaleza o del Destino. La queja nunca ha sido una opción para muchos de los que de la nada adaptaron el terreno, convirtieron en fértil tierra yerma y mantuvieron una forma de vida digna a pesar de las circunstancias.

Pero el volcán es una fuerza superior que tambalea de una forma inmediata y evidente el suelo sobre el que pisamos, que rompe toda la fuerza y la resiliencia que derrocharon familias enteras para poder subsistir. Y, en estos momentos, a lo único que se pueden agarrar es a repetir que “de esta, también saldremos”.

Recuperarse, como lo hicieron esas generaciones nacidas en la posguerra insular, tantas familias como las de mis padres y abuelos que pudieron cumplir sus sueños a pesar de las estrecheces y las dificultades, de la lejanía, de la insularidad, del dolor de la diáspora y de las familias rotas. No ha sido fácil ni lo será.

El volcán sigue activo y a la vista está que no podemos evitar sus consecuencias, pero sí podemos actuar y aprender de ellas. Estoy segura que todas las familias palmeras que han perdido todo o que temen perderlo, aguantan, día a día, para poder seguir adelante, mostrando su generosidad por quienes lo pasan peor y esperando a que cuando haga falta todos arrimemos el hombro.

Porque ese clamor de “no se olviden de nosotros” viene de tantas veces que así se han sentido y han tenido que remar solos, como una isla, en medio del mar.

Por Ana Vidal entreelsueloyelcielo.wordpress.com

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