En Octubre de 1970 hice el amor por primera vez con Elena, una chica de mi barrio; era mi tercer año de universidad. Aquello fue un desastre; la fimosis y todo eso. Pero seguimos nuestra relación hasta que conoció a Ernesto que era un año mayor que yo, más fuerte y cada vez que le presentaba a una chica, me la soplaba. Ya el primer día le habló de compromiso social, de terminar con las desigualdades, de la urgencia de acabar con la dictadura. Elena le escuchó embobada. Yo, aparte de los libros de texto no había leído ni el Principito, que me aburría, y estaba de moda por aquella época. Elena en enero, apareció por la facultad con una boina a modo de guerrillera y se paseaba cogida de la mano de Ernesto. Me llené de rencor pero seguimos la amistad. Mi amigo tenía tendencia a mezclarse con la gente del extrarradio, para él, en la clase obrera estaba la bondad aunque nunca había ido más abajo de Embajadores. Mi padre era metalúrgico y con la misma fuerza que gritaba «órdago» en su partida de mus diaria, me decía que no me metiera en política.

Ernesto era el líder de las revueltas en la facultad, repartía octavillas, convocaba asambleas, cuestionaba constantemente a los profesores. Yo mantenía su amistad pero no sus ideas. Una noche, avanzado el curso, se presentó en mi casa a las diez, me dijo que la brigada social estaba tras él y que si le cogían acabaría en la cárcel. No me habló de compromiso, ni dictadura, apeló a nuestra amistad, al tiempo vivido juntos y a que algún día me devolvería el favor que ahora me pedía.

Las horas que siguieron apenas pude conciliar el sueño. La venganza se me presentaba sin llamar a su puerta. Tenía la oportunidad de desquitarme de Ernesto, de mis novias perdidas en sus brazos, de su atractivo, de todo lo que él tenía y yo carecía.

Le dije a mi padre que me dejara el seiscientos para pasar el día en la sierra y al amanecer nos pusimos en marcha. A la altura de Zaragoza paramos en una cafetería. Tardé en tomarme el café y jugueteé con el donut. Cuando vi a Ernesto sentado en el seiscientos, en el lugar que Elena se me había entregado por vez primera, el rencor barrió mi interior. Me protegí en un rincón del bar y llamé por teléfono a Madrid. Contesté de forma clara y precisa a todo lo que me preguntaron y me dieron las gracias por mi comportamiento de buen ciudadano. Cuando estábamos cerca de la Junquera me cogió del brazo y me dijo: «siempre confié en ti». En la frontera todo se desarrolló muy rápido. Dos guardias civiles nos pararon de inmediato. A Ernesto le arrestaron, conmigo hicieron que me detenían y a las dos horas regresé a Madrid. Los días siguientes viví con una sensación de irrealidad. Elena ya no llevaba la gorra de guerrillera y la cara se le había endurecido. Por las noches me preguntaba qué sería de Ernesto, pero con el paso del tiempo, aquel viaje se quedó archivado en algún pliegue de mi cerebro. –Tampoco fue para tanto lo que hice– me decía.

Un año después recibí una invitación de boda, me puse a darle vueltas al tarjetón entre los dedos sin comprender su alcance. Ernesto me anunciaba su boda. En el reverso, con su letra puntiaguda que también conocía de sus apuntes, había escrito: «Nunca olvido a un amigo».

Era el último día para confirmar la asistencia. Me decidí; acudiría, mentiría y hablaría con Ernesto de cosas intrascendentes. Escribí la respuesta lenta, muy lentamente para sujetar mi mano que temblaba.

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