Ay mi diosito, no se cómo tratar a Doña Manuela. Yo la atiendo bien, pero a ella no le gusta, todo lo hago mal. Cuidarla es un trabajo bien laborioso por su carácter. Bien sabes tú diosito, que si no fuera por las dos hijas que dejé en Ecuador al cuidado de mi madre, yo no estaría con Doña Manuela. Pero necesito el dinero para ellas, no quiero que acaben como yo.

Te voy a relatar, el otro día fuimos al mercado a comprar fruta y le dije que le haría un dulce de maní. Cuando iba a pagar me quito la plata de malas maneras, para que no me quedara con la vuelta. Que lo hacía muchas veces, me dijo. Y la gente me miró con ojeriza, como si fuera una ladrona. Me lastimó mucho. Nunca lo había hecho, bueno sí, una vez, pero sólo fueron unas monedas y bien que se percató Doña Manuela. Ay mi diosito. Qué voy a hacer. Ahora son los zarcillos. Ahí me he comportado mal. Había quedado con Rosauro para ir a bailar. Siento que es bueno y me protege. Pasamos una tarde bien rica con el reguetón, hacía tiempo que no sabía lo que era disfrutar, y Rosauro me dijo al salir de la discoteca que me quitara los zarcillos, porque hay mucho robo por la noche y se los di para que los guardara. Luego al llegar a casa, no sé, tuve miedo de pedírselos pero el domingo lo haré. Es bueno, no es de tomar, lo que ocurre es que está sin trabajo y el dinero no le alcanza, y algunos días está de mal humor. El domingo tendré los zarcillos y los dejaré en la caja dorada, en la habitación de la señora. Ay mi diosito, ayúdame.

Luis entra en la casa y va directamente al salón. Su madre está sentada, muy erguida, en una silla de madera labrada que pertenecía al despacho de ingeniero de su padre. Doña Manuela, tiene una mano apoyada en el brazo de la silla y la otra cogida al bastón. Tiesa, severa. En los pies calza unas pantuflas con el dibujo de un gato atigrado, es la única nota de humor en la habitación con aroma de severidad.

–Luis, hablamos la semana pasada, y hoy te lo repito. No me gusta Diana, no la quiero– Refuerza la frase con un golpe de bastón en el suelo.

–Es la tercera en ocho meses. Tienes que aguantar un poco, es buena chica.

–¿Buena? ¿Sabes lo que intentó hacerme el otro día.? En el mercado quiso pagar ella. Como si yo no fuera la señora. Y le quité de un manotazo el dinero. No sería la primera vez que me sisa. Tengo que estar en todo. Luego sí, muy zalamera que me va a hacer un dulce de maní, no saben ni hablar, de cacahuete hombre, de cacahuete.

–Las cosas ya no son como en tu época. Ahora hay que ser más flexible.

–Flexible, y ¿qué me dices de los pendientes? Con la ilusión con la que me los regaló tu padre. Son brillantes Luis, que me lo dijo, que generoso era un rato. Hay que llamar a la policía.

–Espera un poco, igual aparecen o los has dejado en otro sitio. Qué se yo¡

– Piensas que chocheo, pues no. Sé muy bien donde pongo las cosas.

–Madre, si dentro de dos días no aparecen daremos parte a la policía

Con ayuda del bastón levantó su cuerpo y las pantuflas atigradas se pasearon de un lado a otro de la habitación.

Luis no pudo olvidar la mañana que acompañó a su padre a comprar los pendientes para el cuarenta cumpleaños de su mujer. Era un adolescente. El ingeniero sabía muy bien donde acudía. La música que desprendían las caderas de la dependienta, sus miradas, el roce de la mano de su padre sobre la de la vendedora al coger la caja con los pendientes, el descaro velado entre ellos. Luis salió de la tienda encogido. En la calle volvió la mirada y leyó: «Dominguez, bisutería fina».

Rosauro apretó el timbre según la contraseña. Dos cortos, dos largos y otra vez dos cortos. Escuchó una voz detrás de la persiana de hierro: «Da la vuelta y entra por detrás». Un almacén lleno de trastos viejos, hierros, lámparas y sofás enmarcaba la figura de un hombre con aspecto de portero de discoteca.

–¿Qué me traes hoy?

–He pillado algo bueno. Es de una casa fina. Brillantes, hermano

El hombre cogió la lupa de joyero, se la colocó con destreza y cogió los pendientes. Acercó la lámpara, los miró, los puso a contraluz, y dando un puñetazo al mostrador le dijo:

–Para esto no me hagas perder el tiempo– Cruzó los brazos sobre su pecho y los bíceps luchaban por no romper la camiseta.

– Son buenos, hermano. Son de gente de pasta.

– Para esta mierda no vengas. Tengo cosas más importantes que hacer.

Rosauro subió al autobús, se tiró en el asiento y masculló: «Esa se va a enterar».

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