Siempre me sentí como una especie de Baobab, ese inmenso árbol milenario, que da sombra y alimento con sus frutos a los elefantes, esos enormes seres que poseen una magnífica memoria.
En mi imaginario personal siempre existió la relación entre el gran vegetal y el gran animal y la transferencia de elementos que dotasen a estos últimos de esa inmensa memoria.
Yo siempre pensé que era de este tipo especial de seres vivos, que mi cerebro estaba bien amueblado y que poseía una memoria a toda prueba con un buen almacén para los recuerdos, así pensé ilusamente y carente de toda humildad, que mi memoria era algo incorruptible e incombustible.
Mis recuerdos estaban ahí, en la amígdala, el hipocampo, en los lóbulos temporales, en las redes neuronales, en…, en todos los sitios que mi cerebro puede albergar información de aquellos episodios vividos antaño, guardando perfectamente las emociones que cada uno de ellos supuso para mí. Así era yo con relación a mi memoria, hasta que…
Con motivo de la pérdida de uno de esos amigos de toda la vida, esa vida sabia que nos hizo alejarnos los unos de los otros cabalmente, para seguir creciendo por otros lindes.
Me encontré en el funeral con esos otros amigos de la misma época, compañeros de clase algunos, compañeros de ilusiones y afectos otros.
Quedamos a la salida del acto religioso en volver a vernos, en recordar momentos extraordinarios vividos junto al amigo fallecido y algunos en los que no intervino él para nada, al fin y al cabo Jesús, el muerto, era amigo de todos pero no había sido el epicentro de nada, o quizás sí, eso habría que verlo sentados ante un café o una cerveza, tirar de nuestra información almacenada “gran reserva” e ir asociando momentos y sentires, ir seleccionando las mejores anécdotas y reproducirlas para nuestro propio regodeo a la par que para mostrárselas a todo aquel que no participó de esos momentos.
El martes por la tarde era el día elegido por todos, quedamos en ese antiguo bar en el que nos tomábamos la última caña del domingo y que, Joseíto el “Sonrisas”, el camarero amigo que nos ponía todas las tapas sobrantes de la jornada: patatas alioli, chorizo, huevos rellenos, ensalada campera, boquerones en vinagre, queso…, la intemerata y más, todo por el precio de las cañas con espléndida propina.
Antes de salir de casa para asistir a tan interesante reunión recordatoria, quise llevar mis recuerdos visuales, la fotografía era algo que siempre me había gustado, las tenía en álbumes divididos por años y por grupos, la familia, por un lado, los compañeros de trabajo en otro y los amigos en otros, tomé uno de estos últimos al azar, no quise mirar el año ni las fotos que allí había, de esta forma nos sorprendería a todos y podríamos recordar y reír animadamente a la salud del amigo que ya no estaba.
Cuando llegué al bar se me desprendió parte del pasado de una forma fulminante, era cierto lo que había dicho uno de ellos, el bar estaba igual que hacía cuarenta años, solo que yo no lo recordaba así, me senté y miré entre las fotos por ver si había alguna hecha en aquel lugar, había más de una, fue la noche de fin de año del 69, la escalera de madera era la misma, el grueso gotelé de las paredes también, la obsoleta barra de madera seguía allí, el único cambio significativo que advertí fueron los taburetes, antes eran también de madera y ahora se habían convertido en metálicos y forrados de un plástico negro imitando malamente a la piel.
El olor que habitaba el bar no era el mismo, allí siempre olía a boquerones en vinagre rebozados y fritos, un olor ácido muy característico, el señor que había detrás de la barra no sabía quién era, al momento llegó “Deme” con Gustavo y el “Toperas”, así le llamábamos en los últimos tiempos de pandilla juvenil, recuerdo el porqué de ese mote, pero no recordaba su auténtico nombre. Nos saludamos con enorme alegría, dentro de la consternación por el motivo de este fortuito reencuentro, pedimos unas cañas y nos sentamos en la mesa grande, “Deme”, me hizo recordar el nombre olvidado del amigo con alias, era Celso, lo cierto, es que ese nombre tan poco corriente lo debería recordar, precisamente por ese motivo, por no ser un nombre corriente.
Llegó Gabriel y saludó efusivamente al hombre que estaba al otro lado de la barra, luego se acercó a nosotros caña en mano, nos abrazamos entre risas expectantes, “Deme” le preguntó al recién llegado si paraba mucho por ese bar, ya que lo había propuesto él a la salida del funeral de nuestro común amigo y Gabriel nos hizo saber que era el único del antiguo grupo que aún seguía viviendo en el barrio, mejor dicho, añadió Gabriel:
– Joselino y yo, somos los únicos supervivientes, todos los demás desertasteis de estos lares.
-¿Joselino?, creí que se llamaba Joseíto – repuse yo con cara de inmenso despiste.
– Craso error, amiguete – interrumpió, “Toperas”, con una risita insultante.
– Es raro –respondí molesto –, tengo buena memoria, recuerdo que tú eras y serás siempre “Toperas”, recuerdo porque te lo pusimos; teníamos un profe que le llamábamos “El Topo”, ya que no veía apenas, el hombre siempre estaba dándose trompicones contra las mesas, como tú tampoco veías nada e ibas dándote golpes por todos los sitios, pues, ¡zas!, te apodamos: “Toperas”.
– No seas modesto, – replicó malhumorado Celso – fuiste tú el que me puso ese mote.
– Te quejarás – respondí provocador –, antes te llamaban “Profidén”, por tus inmensos dientes, por cierto, veo que ahora usas dentadura postiza.
Las risotadas de todos los presentes hicieron que la tensión se despejara, coincidió con el momento en que Joselino nos traía las cervezas, le saludamos efusivamente, él tampoco nos había reconocido, le comenté sobre los grandes aperitivos que nos ponía los domingos en la noche, él sonrió tímido y bonachón y regresó cabizbajo a la barra. Gabriel me miró inquisitivamente y me habló sin retirar sus ojos de los míos
– ¡Mira que tienes mala “follá” Gonzalito!
– ¿Por qué…? ¿No creo haber ofendido a nadie?
– A ti te deberían haber puesto el mote de “El microscopio”, Joselino es gay y aquellas noches de domingo nos colmaba de aperitivos cuando venía a tomar la caña Jesús, que en paz descanse. De joven estaba perdidamente enamorado de él. ¿Por qué te crees que dejamos de venir aquí?
-Yo no recuerdo nada de eso. Creí que era amable con nosotros por las tres pesetas de propina que le dábamos.
– ¡Hombre!, es cierto que no salió publicado en el BOE, pero todos convinimos apartarnos de aquí para evitar posibles frustraciones de Joselino y malos rollos para Jesús.
– Puede que…, no sé…, puede que algo recuerde, nada concreto, pero…, sabía que Jesús, era homosexual, de Joseíto o Joselino, no sabía nada.
– Será que se te ha olvidado, los años pasan para todos, – dijo “Toperas”, ácido e incisivo.
– Memoria selectiva –, sentencio Gustavo.
– La vida, en ocasiones nos deja ojipláticos – río Deme, apurando la cerveza.
Quise romper ese momento tenso, saqué rápidamente el álbum que traía y lo puse sobre la mesa, las caras de todos cambiaron al unísono, un esbozo de sorpresa infantil creció en sus rostros, lo abrí y comenzó la feria de los juicios, en un momento emergieron las doctas opiniones, las severas conclusiones y las valoraciones tan mal contrastadas como poco fiables, todas ellas sobre un mismo momento y en el mismo lugar que encuadraba la fotografía. Cada uno de nosotros había almacenado en su memoria una parte del hecho recogido por la cámara. Era un mismo episodio en ocasiones con criterios dispares al que mantenía otro amigo que en su momento lo vivió y lo percibió. Mientras el uno opinaba haberse sentido pletórico en aquel momento, el otro recordaba esos instantes con el dolor provocado por esa constante que nos invadió la adolescencia: el mal de amores. Mientras uno asociaba el recuerdo a unos elementos comunes, como podía ser la salida de un guateque, el otro reproducía su desaliento por haber suspendido una asignatura aquella misma semana y un tercero captaba la imagen mental del baile en el entorno íntimo y oscuro del pasillo de la casa, y el dueño de la casa donde se había hecho el guateque, recordaba las dos tortas que le había propinado el padre por haber roto el viejo jarrón en un guateque clandestino, hecho sin el correspondiente permiso, con premeditación, alevosía y mucha oscuridad Ese era el motivo de que se rompieran los jarrones).
La capacidad de la mente humana era extraordinaria, ninguno de los presentes recordábamos el mismo hecho, a pesar de contar con la estática imagen de la fotografía, eso era de todo punto absurdo, a veces dudaba de que todos vieran las imágenes fotografiadas con los mismos tonos y colores.
Alguno había reelaborado sus pensamientos y rememoraba hechos que no se habían producido así. Yo opinaba sonriente y melancólico que, el día de la foto, había estado en el pasillo con Flor y allí, en medio de esa oscuridad solo estábamos ella y yo, era algo de lo que estaba completamente seguro. En cambio, Deme lo negó con rotundidad.
Según la versión de este, rememorando aquel día, fue algo que no olvidaría jamás, esa tarde – aseveró mientras sonreía plácidamente – … Esa tarde Flor y yo, nos hicimos novios, nos casamos muchos años después, cuando la pandilla, por causa de la mili y los trabajos, se había roto, y hoy, tras tantos años, seguimos celebrando cada 28 de abril, que fue el día que nos besamos por primera vez. El día que se hizo esta foto.
Aquello fue un jarrón de agua gélida para mi extraordinaria memoria, algo estaba pasando, yo no podía estar tan rotundamente equivocado, aunque sería absurdo pensar que fueran ellos los equivocados. Al final, tras revisar más fotos, salió la cara simpática de otra jovencita con el mismo corte de pelo y una sonrisa tan atractiva como la de Flor. No la recordaba en absoluto, la quinceañera en cuestión se llamaba Rosa, que también era una flor y poseía un nombre de cuatro letras. En fin, Flor, Rosa…, una confusión tan aromática la puede tener cualquiera – concluí la cuestión mientras pasaba a una nueva página del álbum y pensaba que mi vida vivida no era la que creía haber vivido.
Salieron las fotografías del grupo Folk que montamos, “Almas Amargas”, todos los componentes reconocimos que el nombre tenía narices. Vimos con nostalgia algunos lugares donde tocamos y surgieron anécdotas de algunas actuaciones…
-¿Recordáis – hice gala de mi memoria –, aquella mañana en que la policía paró el concierto en el Colegio Mayor S. Juan Evangelista y el mandamás le preguntó a Cosme el significado de los versos que recitaba? Él solo supo decir que era para acompañar a la música y que no tenían significado alguno.
“Toperas” negó la mayor con acritud y nos hizo recordar que se lo habían llevado detenido porque era él quien estaba recitando en ese momento.
Cosme interrumpió a todos y recordó lo que había contestado a la policía y que, por cierto, nada tenía que ver con lo que allí se había dicho, él les confesó a los polis que eran versos de un tal Blas Felipe y que podían ver que no era nadie conocido ni políticamente fichado, hablaron por la emisora, se llevaron al “Toperas” a comisaría y en poco tiempo le soltaron, eso había sido todo.
Aquello era un desconcierto, cada uno mantenía su opinión en base a ese recuerdo que soportaba en un lugar recóndito de las gavetas de la memoria, los unos lo aderezaban de una forma, los otros omitían cuestiones importantes del relato.
Nos tomamos una segunda y una tercera caña y las opiniones iban siendo cada vez más dispares, ya no se coincidía ni en el año de la anécdota. La última cerveza la bebí con premura y me despedí de todos con un fuerte abrazo.
Una vez en la calle comencé a meditar sobre lo ocurrido, mi memoria era una autentica porquería y los recuerdos estaban adulterados, no eran los originales, estaban cargados de pinceladas que distorsionaban el hecho real.
Me pregunté si a todos nos pasaba lo mismo, como así había comprobado, cada uno valoraba una cosa distinta y la anécdota dicha por otro y recreada por un tercero, eran dos, tres o cuatro, narraciones distintas, personalizadas y tuneadas por el tiempo.
Es cuando comprendí que nunca seremos como fuimos y nuestros recuerdos variarán como lo hacemos nosotros, el tiempo nos transforma por fuera pero también por dentro, las ilusiones no son las mismas ahora que a los veinte años, pero los recuerdos se van mezclando, adosando, quebrando y de ahí salen otros nuevos, vivos, hermosos o funestos, pero con nuestra imagen actual, no hay nada estático y menos los recuerdos. Las batallitas del abuelo no son recuerdos, es una forma de vivir las emociones con la misma intensidad que se hizo en su momento, caso contrario serían muy monótonos y no nos merecería la pena contarlos, sería tedioso el recordar cada momento como fue y sería contraproducente para nuestro equilibrio psíquico.
Como higiene mental, el ser tiende a omitir en su almacén de recuerdos aquellos hechos vividos que no fueron lo suficientemente placenteros, juega con ellos, los edita y luego los lanza una vez modificados, así una y otra vez, es como ese sueño que se repite durante la noche con modificaciones en cada una de sus apariciones y a la mañana siguiente el resultado o recuerdo que se tiene de él es algo extraño y cargado de incógnitas y lagunas, desmesurado y parco a la vez.
En cuanto a la memoria se refiere, debe ocurrir aproximadamente lo mismo, salvo que todos los días la cuentes la misma historia y se marchite entre el cerebro y la lengua o bien la escribas solamente una vez.
¡Estamos vivos! Nuestro pasado se hace presente aderezado con nuevos ingredientes y ese recuerdo alterado nos hace más nosotros a cada momento: cambian células, anhelos, recuerdos y conexiones neuronales…, ¡qué más se puede pedir a la vida! El eterno cambiar para que todo transcurra aproximadamente lo mismo.
Algunas veces pienso que los elefantes son tan feos debido a su gran memoria, nosotros, las personas somos como los baobabs, que significa “padre de muchas semillas”, ellos acumulan miles de litros de líquido en su interior que les permite seguir viviendo y en caso de necesidad servir de depósito hídrico y almacén de nutrientes a otras especies. Nosotros, en cambio, tenemos un depósito con miles de emociones distintas y sentimientos profundos que evitan que nos sequemos y podamos seguir sin marchitarnos en este camino yermo de afectos y encendido de soledades, nutriendo de vivencias a todos aquellos que nos quieran escuchar.