Hace unos días visitamos dos joyas de arte escondidas en nuestra ciudad: la iglesia del convento de San Plácido y la de San Antonio de los Alemanes.

El edificio del convento de monjas de San Plácido queda encajonado entre las calles de la Madera, del Pez y de San Roque, lo que apenas nos permite ver la cubierta de su gran cúpula encamonada. Carlos Nadal, nuestro guía, nos explica que la encamonada es un tipo de falsa cúpula bastante común en el barroco, y que de hecho también vamos a ver en San Antonio. Parece que los artistas encontraron una solución bella y barata para tiempos de escasez ya que no está hecha con sillares ni ladrillos, sino con armazones de madera a los que se les da forma de cúpula, se recubre con yeso, se decora y se consigue el mismo efecto visual que la bóveda y cúpula tradicionales. Al ser falsa, desde el exterior no se ve redondeada, sino lineal.

La fachada del convento que da a la calle de San Roque es austera y sin adornos, como era habitual en el barroco madrileño en contraste con la exuberancia de los interiores. Una puerta adintelada da entrada a la iglesia y encima del dintel se ve un bonito relieve que representa La Anunciación obra del portugués Manuel Pereira.

El origen del convento se remonta al influyente caballero Jerónimo de Villanueva, ministro de Felipe IV y amigo del conde duque de Olivares, quien pidió en matrimonio a la noble Teresa del Valle y de la Cerda, pero ella quiso ser monja. Villanueva entonces le “puso” a su dama un convento de la orden benedictina fundado en 1623 en el que entró como priora. Le “dio la traza” a Fray Lorenzo de San Nicolás, un agustino recoleto de los mejores de su época como arquitecto y tratadista de arquitectura.

Cuando llegamos la iglesia está cerrada. Recorre el cerrojo, que es una obra de arte en sí mismo, una monja muy anciana, encorvada y vivaz que enciende la luz y que al final pasa un saquito para donativos. La iglesia tiene una sola nave y un ancho crucero sobre el que se eleva la cúpula encamonada. Vemos cuatro magníficos retablos, obra de los hermanos Pedro y José de la Torre, y nos deja sin habla el gran cuadro de la Anunciación que ocupa toda la parte central del retablo mayor. Se trata de una obra maestra de Claudio Coello, solo sentarse delante de este lienzo bien merece una visita.

De Claudio Coello son también las pinturas de los dos retablos situados en los brazos del crucero. Otros grandes maestros, sobre todo Francisco Rizzi, son los autores de las abundantes y hermosas pinturas al fresco que cubren la cúpula, las bóvedas y las pechinas.

San Plácido guarda un Cristo yacente de Gregorio Fernández, otra gran obra de arte, de la que no pudimos disfrutar por obras en la capilla de clausura en la que reposa. Al fondo de la iglesia luce un ‘Cristo Crucificado’ copia del de Velázquez. El original estuvo aquí entre 1628 y 1808 pero por razones poco claras pasó primero a manos de Godoy y tras bastantes avatares fue finalmente recuperado en Italia para llegar al lugar que ocupa hoy en el Museo del Prado.

Cuando salimos de la Iglesia Carlos nos cuenta algunas historias sombrías escondidas tras los muros del convento como la de las monjas endemoniadas o la del enamoramiento de Felipe IV de la bella novicia, Margarita, y la treta de la abadesa de fingir el velatorio de esta para librarla del acoso del monarca (por algo llamado “asalta conventos”).

Caminamos por la Corredera Baja de San Pablo hasta llegar a San Antonio de los Alemanes. Edificada junto al Hospital de los Portugueses levantado por orden de Felipe III al inicio del siglo XVII. Entonces Portugal formaba parte de la Corona española. Se dedicó a San Antonio, llamado de Padua porque murió en esa ciudad italiana, aunque había nacido en Lisboa.

Tras independizarse Portugal, la reina Mariana de Austria, segunda mujer de Felipe IV, cedió la iglesia a la comunidad de católicos alemanes que era numerosa tras la llegada de Mariana de Neoburgo, esposa de Carlos II. Con ello se cambió el apellido del hospital y de la iglesia.

Al inicio del siglo XVIII el primer rey Borbón, Felipe V, concedió la custodia de la iglesia y del hospital a la Hermandad del Refugio, institución que prestaba ayuda a los muchos necesitados que existían en Madrid en aquella época. En su inicio hacían la Ronda del pan y el huevo en la que los hermanos de la cofradía recorrían las calles entregando a los necesitados agua, pan y un huevo duro. Los huevos tenían que tener un tamaño mínimo que medían con una tablilla con un agujero. Al hacer la prueba recitaban: “Si pasa, no pasa, y si no pasa, pasa”. Actualmente continúa regentando la iglesia la misma institución y con la misma misión de atender a los necesitados.

Al llegar a la iglesia nos encontramos otra vez con un exterior sobrio que no deja sospechar que dentro pueda guardar la capilla Sixtina del arte madrileño. Encima del dintel de la puerta de acceso hay una hornacina con una escultura del santo y tras un breve vestíbulo en el que pagamos dos euros accedemos a la iglesia que nos deja apabullados por los impresionantes frescos que recubren por completo las paredes, a excepción del zócalo en la parte inferior que se ha comido la humedad

La iglesia consta de una sola nave con curiosa forma elíptica sobre la que se despliega una gran bóveda decorada por los mejores especialistas italianos en pintura al fresco que, de la mano de Velázquez, trajeron a Madrid las técnicas de las perspectivas aéreas, las arquitecturas fingidas… En el centro de la cúpula aparece el ascenso a los cielos de San Antonio flanqueado por ángeles. Esta Apoteosis es obra de Juan Carreño de Miranda y se sitúa sobre una arquitectura imaginaria de Francisco Rizzi en la que el autor parece que se explayó pintando columnas salomónicas y frontones con espirales. Entre las falsas columnas de Rizzi podemos contemplar la representación de ocho santos portugueses y españoles.

Los muros curvos, salpicados por seis enormes altares de medio punto, fueron decorados por el pintor italiano Luca Giordano. Se representa el milagro del burro que se arrodilla ante la Eucaristía; el de los peces que escuchen su predicación en Rímini; el de un recién nacido que habla defendiendo la honradez de su madre… y así hasta ocho.

En el altar hay una escultura de madera policromada de San Antonio con el Niño de Pereira alojada en un gran baldaquino.de estilo neoclásico. La talla es la de la época, pero el altar es posterior. El original con pinturas de Vicente Carducho y de Eugenio Cajés fue trasladado a la sacristía y allí se guarda. Nos dice Carlos que ha sido restaurado y está previsto que se restituya sin tardar mucho al lugar original, así que tendremos que volver para verlo.

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