Nuestra relación comenzó el año que me saqué el carnet de conducir. Tenía veinticinco años. Te dejé entrar en mi vida a pesar de que hubo amigas que me advirtieron: “No lo hagas, no es una persona buena”. Quizás me atraían tus aires de superioridad, tu desenvoltura. Me resultabas una princesa que salía de su palacio encantado para habitar mi casa descuidada.

Reinabas por encima del bien y del mal como una jueza que reparte doctrina con sentencia acusatoria. Mis argumentos se quedaban vencidos ante tu implacable dialéctica. Te seguía como un pagano obedece a su diosa. Cuando desaparecías, me dejabas como un edificio en el que solo quedaba mi armazón demolido.

Flotabas libre de toda sospecha e ibas por la vida sin mancharte. Me encontraba sin fuerzas para contestar a tus palabras que eran como dedos que horadaban mi interior hasta encontrar mi conciencia alterada. La piedad no era un valor que practicaras, no te conformabas con vencerme, deseabas aniquilarme. Yo cada vez era más pequeña, tu más grande, yo con complejo de persona dubitativa, tu con tus aires de realeza que no abandonabas nunca. Eras una planta trepadora que te adherías a mi cuerpo al que asfixiabas con la precisión y lentitud de quien sabe que va a ganar la batalla.

Temerosa de tus visitas, el desasosiego reinaba en mí, pero todavía anhelante de unas buenas palabras con las que enderezar mi vida clavada en aquella curva, donde comenzó mi existencia de objeto perdido. Pero una y otra vez afinabas tu bisturí verbal y me lanzabas a una sucesión de llantos, insomnio y botellas de vino vacías, donde chapoteaba inútilmente.

Un día me acurruqué en el sofá en el hueco granate de la tarde y acerqué la lámpara a las páginas de Dostoievski: “solo enfermando al vecino, es como uno se convence de su propia salud”. Un relámpago atravesó mi cerebro, coger fuerzas, destruirte, miré al cielo y no vi ningún impedimento. Cogí el cenicero, y lo estampé contra el espejo. Te rompiste en mil trozos y produjiste el mismo estruendo, que cuando estrellé el coche contra el álamo oculto tras la curva maldita, llevándose la vida de mi hermano. Un mes antes había obtenido el carnet de conducir.

Unas esquirlas brillantes saltaron a mis brazos y las extraje con cuidado, no me hiciste daño. Desde aquel día la culpa dejó de visitarme.

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