Hay palabras del diccionario que provocan en nosotros reacciones curiosas, una cadena de afinidades.

El término espiritualidad ofrece una cierta connotación despectiva, un sutil sentido negativo por su sintonía con una actitud evasiva frente a los compromisos de la realidad y de la vida.

A todos nos asalta alguna vez una crisis de indiferencia, un desinterés general por las cosas y las personas, incluidas las más cercanas, una noche oscura de la empatía y de la proximidad afectiva, un suelo de ceniza tras el brillo de la solidaridad y la alegría

¿Existe acaso una semejanza o afinidad entre esa espiritualidad desvaída y la indiferencia global hacia todo, incluidos nosotros mismos? Porque existe también el aliento de una espiritualidad encarnada, aterrizada, hecha con el dolor y la esperanza humanos, con la obstinación y mansedumbre de la paciencia, con la humildad de las personas sencillas.

Una espiritualidad que va más allá de la inercia y la inacción, que indaga en las raíces humanas y creyentes de la solidaridad para aplicarla a la vida cotidiana y a los grandes momentos de conflicto social. Una espiritualidad que desemboca en las diversas formas y expresiones del compromiso personal y colectivo. Una espiritualidad enriquecida por la contemplación de la belleza y adornada con la sabiduría del arte y de la vida.

Así esta crisis de indiferencia se convierte gradualmente en aprendizaje y práctica del compromiso personal y social en sus más variadas formas, en respuesta generosa a las demandas de la vida concreta. Más allá de la monotonía cotidiana estamos abiertos a las punzadas del sufrimiento propio y ajeno y a las iluminaciones de la esperanza. Todo ello gracias a la voluntad sincera de abandonar la indiferencia para implicarnos en el compromiso.

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