Cristina ha decidido casarse en mayo cuando el frio ya es un recuerdo y el sol calienta calles y plazas. El vestido de novia se desparrama por la cama, preparado para cubrir su cuerpo transformado.

Se acerca a la ventana y coloca el espejo en la posición donde la luz incide en la cara e inspecciona su cutis, un ligero vello emerge en el labio superior y en las mejillas. De vuelta del viaje de novios llamará a la clínica para que le pongan una nueva tanda de hormonas.

La víspera de su boda la pasa en vela. Sus pensamientos se quedan suspendidos en aquella mañana, en la que su madre entró en la habitación y al verle todavía tumbado en la cama le dijo con extrañeza: «Anda vístete, que vamos a llegar tarde» «No quiero» le contestó Sergio, que sentía una congoja interna y no sabía decirle que no entendía a su cuerpo. Que lo sentía como un rompecabezas de piezas cambiadas de sitio. Deseaba introducirse en el cuerpo de otro, de esos que le llamaban nenaza, mientras captaba sus risas escondidas. Su madre le insistía para que se pusiera el uniforme de gala del colegio, era la fiesta de fin de curso. Se le acercó con amor, le abrazaba, le revolvía los bucles, y le decía: «Vas a estar muy guapo, ya verás», y lentamente le ayudaba a ponerse los pantalones grises, la camisa de rayas y la chaqueta azul marino. Su hermana ya vestida con igual uniforme, entornó la puerta. Sergio se le acercó y tiró con fuerza de su falda y unas lagrimas recorrieron sus mejillas sonrosadas dando patadas en el suelo. Su madre le llenó de ternura, de comprensión equívoca y Sergio corrió al cuarto de baño, vomitó el desayuno y se acurrucó en el suelo como un gato apaleado. Al rato se enjuagó la cara. Tenía el aspecto de quien acababa de entrever lo peor.

Camino del colegio la madre, llevaba en cada mano a un hijo, Marina iba recta, se miraba en los escaparates, orgullosa de su aspecto. Sergio andaba cabizbajo, le asustaba la imagen que le devolvían los cristales. El cuerpo rechoncho, los bucles desaparecidos bajo el efecto de la gomina, los pantalones abultados y los zapatos que no tenían fin. A sus nueve años, su cuerpo era un campo de batalla, y el adversario vivía en su interior.

Había noches en que Sergio no podía dormir, sus ojos oscuros se mantenían abiertos en la oscuridad. Abría la ventana de la habitación y empapado de sudor avanzaba por el pasillo. Pasaba por delante de la habitación de sus padres y una vez oyó a su madre que decía a su marido con inquietud: «Me parece que Sergio no es un niño como los demás».

Un mañana se aproximó a la habitación de su hermana, estaba entornada y de la manilla de la ventana colgaba el vestido de bailarina. Deseaba vestirse con él, pero la palabra nenaza retumbó en su interior como un eco persistente y desistió de la idea. La angustia le dificultó la respiración, le temblaron las manos y un pánico sordo y confuso latió en sus venas. El aspecto de su cuerpo lo dejaba extenuado.

De aquellos años Cristina conserva el recuerdo de un descenso hacia lo tormentoso. El estado físico en que se encontraba había contribuido a enturbiar su memoria.

El timbre de la puerta da paso a la maquilladora. Limpieza, tónicos, cremas, y una capa de maquillaje para esconder las imperfecciones del cutis. Con manos agiles le dibuja la boca, los ojos. Le ayuda con el peinado. Son las doce y media. El vestido de novia cubre su cuerpo. Atrás quedó el tiempo de sentirse estrafalario y ridículo.

Se encamina hacia la iglesia pero antes abraza con fuerza a sus padres y hermana, quienes nunca se pusieron un velo ante sus desazones, los que siempre le acompañaron cuando Sergio se diluía en un cuerpo distinto para existir de otra manera.

Cristina avanza por el pasillo de la iglesia. Un victorioso fulgor baila en sus ojos

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