La esperanza es un tema permanente que nos aguarda en cualquier esquina de la vjda. Por eso siempre es posible y legítimo hablar o escribir sobre ella, también sentir con ella o desde ella, disertar o debatir en torno a ella.

También quizá por eso me apetece con frecuencia reflexionar en silencio sobre ella para dialogar después serenamente con mis personas cercanas en torno a las cuestiones derivadas del mundo de la esperanza, que es el equivalente rico y plural de una antropología humanizadora.

Una forma válida de adentrarse en este mundo es lo que podemos llamar la “aproximación negativa de la esperanza”. Es tal el potencial de salud y de energía que contiene la esperanza en su expresión plena, que raramente se la alcanza en lo avatares de la precariedad cotidiana. Por ello puede bastarnos en ocasiones el repertorio de rasgos y de rastros menores y parciales de la esperanza para satisfacer nuestra necesidad de realización y de vida.

Una conversación templada y amable, un conjunto de actitudes tolerantes, una amistad solidaria en grata compañía… son, sin duda, caminos fértiles de esperanza.

El logro de la esperanza plena y dinámica conlleva, a mi juicio, una alta dosis de realismo y una adaptación del ánimo a la voluntad generosa para las grandes tareas. Realismo y voluntad que se configuran con las pautas de la racionalidad coherente y de la calidad integral de las emociones.

Así vamos configurando también un perfil concreto y asequible de la esperanza, construido sobre las luces y las sombras de la realidad diaria.

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