Le conoció en un restaurante de la calle Henao en Bilbao, hacía seis meses. Todas las mesas estaban ocupadas excepto la de Lorena que estaba sola en una de dos plazas. Al preguntarle si podía sentarse, asintió. Era fuerte, no muy alto y la barba cuidada de varios días. Se quitó la corbata, disculpándose, solo la llevaba en las horas de oficina. En el segundo plato, le dijo que trabajaba en una multinacional. Al acabar, salieron a la calle, pasaron por delante de un kiosco de periódicos donde compró la última novela de Donna León. «Es para mi mujer. Es adicta a este tipo de literatura, está en Barcelona para un trabajo de un mes». Cuando se despidieron Lorena escuchó su voz. ¿Te puedo llamar?

Por algún motivo, con la esposa fuera de la ciudad, todo aquello no parecía tan serio. Hacían el amor por las tardes en casa de Ametz que era moderna y con enormes ventanales. Hablaba con su mujer por skype, a las nueve de la noche. De modo que Lorena se marchaba del piso, antes de esa hora. Ametz aprendió su horario y la llamaba constantemente. «No te puedo olvidar. Me muero por estar contigo».

Luego sus encuentros tuvieron lugar en el piso de Lorena. Se encontraba cómodo en él. Las maderas del pasillo onduladas por la zona de la cocina. Las voces de los vecinos que se oían por el patio. El ascensor renqueante. Los viernes iban al cine y luego cenaban juntos por la zona de las siete calles y cada día descubrían un nuevo restaurante. Lorena estaba a gusto, tan diferente a los chicos que trataba. Le abría la puerta del coche, le besaba la mano por la calle, y la admiraba por haber hecho la carrera de psicología mientras trabajaba. Un día le regaló un libro de la autora favorita de su mujer y Lorena se turbó.

Pasado un mes de su encuentro, Ametz fue al aeropuerto de Loiu a buscar a su mujer, y Lorena aprovechó para ir a la lencería Arístegui a comprar la ropa, que consideraba que toda amante debía tener. Una combinación de color humo con las puntillas de color beige y medias finas; luego se dirigió al centro comercial y allí encontró un vestido gris claro, a juego con sus ojos, de tirantes y ceñido. Mientras se lo probaba sintió los susurros de Ametz y sus manos que palpaban su cuerpo.

Con la vuelta de su mujer sus encuentros se redujeron al domingo por la mañana. Los sábados se le hacían interminables, veía la televisión, se preparaba una ensalada rápida y esperaba la llegada del día siguiente. El domingo Ametz apareció en su casa, llevaba un chándal, y zapatillas de deporte, hicieron el amor rápidamente. Lorena guardó la ropa comprada en papel de seda y la puso en un rincón del armario.

A partir de ese día Lorena dejó de tomarse tantas molestias y le recibía con vaqueros. Se acostaban y a la una del mediodía, Ametz se vestía para volver a su casa a la hora de la comida. Al llegar se daría una ducha. Al fín y al cabo volvía de correr…

Un domingo Lorena le dijo que estaba resfriada y que no se encontraba bien. Fue al cine sola. Ametz le diría a su mujer que tenía un ligero dolor en la rodilla y se pondría a ver la televisión. El siguiente sábado por la noche le llamó, no le oía bien y oyó una voz de mujer a lo lejos, era el cumpleaños de su hijo y no podría a ir a su casa. «¿Me echas de menos?» Le preguntó Ametz. Ella le dijo que sí.

El domingo, Lorena se los imaginó llenando la casa de globos de colores para la fiesta del hijo. A su pesar le echaba de menos.

Decidió que quedaría con él una semana más, quizás tres. Luego le diría lo que ya sabía desde un principio. Que ella merecía algo mejor y que no tenía sentido esperar hasta que eligiera con quien se quedaba. No era justo para ninguna de las dos mujeres.

El tercer domingo Lorena salió a la calle, hacía un día soleado de principios de verano y estrenó el vestido de tirantes. Se dirigió a los jardines de Dº Casilda y recorrió los caminos por donde Ametz la había besado. Bajó hacía la ría, compró un café, y se sentó en la hierba. Contempló las formas del Guggenheim, que se abrían como una inmensa flor plateada al cielo azul claro, que se extendía por la ciudad. Lorena estrujó el vaso vacío de café y lo echó a una papelera con todas las quejas que albergaba su corazón.

* Nota de la autora: Ametz = Sueño en euskera

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