Pretendo en este artículo no derivar hacia un pesimismo derrotista sino reflexionar de modo sencillo y positivo sobre el miedo como sentimiento personal y colectivo y como actitud generalizada que va ganando territorio en nuestra sociedad. Los hechos y noticias de la realidad cotidiana lo demuestran. No es solo la violencia de género y toda clase de violencia, sino también las catástrofes naturales o provocadas y sus infinitas secuelas que desgarran nuestro sistema nervioso, nuestra convivencia y sosiego, y resquebrajan el suelo bajo nuestros pies. Nos inspiran miedo, en una palabra

Por eso es bueno asomarnos -aunque sea levemente- a la estructura psicológica y social del miedo. Porque constatamos que la gente tiene miedo y que todos participamos en algún modo de esa experiencia. Las proyecciones del miedo, sus derivaciones y ramificaciones, son casi interminables.

Tampoco estará de más reflexionar sobre la dimensión moral del miedo desde una actitud serena y distanciada que nos permita ser objetivos o al menos intentarlo.

Existen formas y proyecciones capitales del miedo: miedo al sufrimiento en todas sus expresiones (física, psicológica, social), a la pobreza, a todo tipo de desgracia, a la carencia de salud y de bienestar… Podríamos alargarnos al enumerar, describir y analizar las diversas formas del miedo, pero prefiero situar en primer plano de importancia a los correctivos para combatir el miedo que son de mayor eficacia y aplicación. Los correctivos eficaces del miedo al conjunto agreste de la vida, a la soledad, al tedio, a la monotonía, al desamparo, a la pertinaz ociosidad, a la inacción e indiferencia…

Pero había dicho al comienzo que no quería convertir este artículo en un discurso derrotista lleno de penas y temores, de quejas y lamentos. Más bien deseo partir de la luz de la vida, aunque esta sea una luz frecuentemente acosada por las sombras. Una luz que nos libera del miedo al vacío, a la falta de sentido, a la opacidad que se opone frontalmente a la transparencia.

Existen otros miedos que podríamos llamar “secundarios” y de carácter más expresamente social, aunque son también de importancia relevante. Es, por ejemplo, el miedo a la mala suerte, a la credulidad en los hados y su fascinación, a las previsiones y premoniciones, sobre todo las de carácter negativo.

Otro miedo “social” es el que nos provocan la barbarie y la mediocridad, entre otras plantas nocivas y contagiosas del bosque agresivo que habitamos. Y ello sin recurrir a las situaciones extremas de violencia personal o social: la guerra, la soledad radical, la perplejidad sin salida… Pero nos rodea una gama intermedia de formas y expresiones del miedo que es preciso combatir con los recursos adecuados. Dicha gama está interconectada recíprocamente.

Estos recursos o correctivos contra el miedo no siempre proceden del exterior, de los entornos concretos que nos sostienen y nos nutren. A veces fluyen de la fuente más honda de nosotros mismos, de nuestro dinamismo personal, de la trama de ideas y valores que son nuestro sustento. El estilo propio de ser y de vivir es un poderoso antídoto contra el miedo. Y la reflexión en profundidad sobre la raíz de las cosas nos defiende de la trivialidad y de la monotonía.

La pedagogía del miedo es una expresión llamativa, porque parece raro que el miedo sea algo que pueda enseñarse y no que brota como una reacción espontánea ante algún estímulo de carácter traumático. Pero el miedo puede reorientarse y reeducarse. Por eso es una actitud saludable ante él la reflexión y profundización en nuestros núcleos más vitales y determinantes.Y también por eso no se trata de una expresión impropia sino ajustada al desarrollo y enriquecimiento personal y a la cohesión social.

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