Eran las 10 de la mañana y mi madre todavía no se había levantado. No me atrevía a despertarla, por lo que desayuné solo en la cocina, que abarcaba todo el bajo del caserío. Cuando acabé, fui al encuentro de mi padre, que se encontraba en el campo de hierba, el que daba a los maizales. Afilaba la guadaña que refulgía con los primeros rayos de sol.

– ¿Y el hamaiketako? me preguntó (*)

– La ama no me lo ha dado

– Vuelve al caserío y que lo prepare. Hoy hay mucho campo que segar

Era mi primer día de vacaciones de semana santa.

Entré al caserío y la voz de mi madre me llevó a su habitación. Estaba todavía sin arreglar.

– Hola, Koldo

– El aita me dice que le lleve el hamaiketako, que hay mucho que segar

– Ya lo haré

– El aita lo está esperando

– Cuando baje

Fui a la cocina, me senté delante de la mesa, y mi mirada se detuvo en el frutero con las manzanas del caserío. Empecé a comer una, sin ganas. Veía la cara de mi padre, su pelo pegado a la frente por el sudor, la camisa de cuadros salida por la parte de la espalda, a la espera del bocadillo de media mañana. Mordisqueé la manzana y el reloj de la abuela marcó las once, las doce, la una.

Mi madre seguía tatareando la canción, ahora en la habitación de mi hermana, cuando mi padre volvió a la hora de la comida.

– Miren. La llamó–. Ella bajó todavía con el camisón.

– ¿Qué haces que no estás vestida?

– Ando mareada–. Se acercó al frigorífico y cogió la fuente con la berza y las morcillas que temblaron al compás de sus manos.

– ¿Otra vez lo mismo? – dijo mi padre

– No he tenido tiempo. Ya sabes, los días así no tengo muchas ganas. Necesito sol.

– Pues ya sabes dónde vives

– Sí.

Por esas fechas, la escuela había avisado a mis aitas que me tocaba hacer la primera comunión. La noticia no me alegró, a pesar de que mi madre me prometió que me haría el pantalón y la camisa y que el jersey lo compraría en los almacenes San Ignacio, porque ella punto no sabía. «Ama, el cordón y la cruz también hay que comprar. Todos la van a llevar». «Ya, hijo, ya» Y volvió a la habitación de mi hermana y se puso a cantar la nana con la que la dormía.

El abandono de mi madre dejaba mi corazón desolado. Yo apenas tenía amigos en la escuela, pero el caserío era mi mundo entero: la charca de ranas, los gatos, los gorriones y mis subidas a los manzanos y bueno, también mi tía Kontxu. Dos veces al mes venía a vernos. Hacía comida para casi una semana, remendaba la ropa de mi padre y me traía calcetines nuevos. Sus visitas eran discretas. A mi madre le contaba relatos de cuando eran jóvenes, pero mi madre apenas la escuchaba.

– Pero Miren, la niña hace dos años que se murió

– Si hubiéramos vivido en la ciudad ahora estaría viva. Aquí, en este caserío de mierda. Alejado de todo..

– Miren, el «Etxe Borda» no es un caserío de mierda. En todas las familias hay desgracias. Te han quitado la hija, sí, pero tienes a Florencio, que es un buen hombre, y trabajador. Bien enamorada que te casaste. Como sigas así no sé lo que va a pasar…

Mi tía era maestra, de los mayores, y soltera. Cuando me abrazaba era como comer dulces. Vivía cerca de la plaza mayor del pueblo, en un piso pequeño con el suelo de maderas bien enceradas. Me daba galletas y siempre estuvo preocupada por mí y por su hermana. Más adelante me enteré de que un pelirrojo le había dejado casi a los pies del altar.

Faltaban quince días para mi comunión y mi madre seguía con sus paseos y sus nanas por el caserío. A mi padre no le comentaba nada por miedo a que le dijera algo. Pero mi padre jamás le levantó la voz, aunque él también sufría los desvaríos de su mujer. Aceptó con resignación la pérdida de su hija, como lo hacía ahora con las rarezas de mi madre. Dedicó todos los días de su vida a trabajar en el caserío, a continuar la obra de sus aitas. No entendía la infelicidad de su mujer, mi madre nunca se había mostrado débil pero la muerte de mi hermana le había abierto una herida por la que se le iba la vida.

Ama ¿ y mi traje de primera comunión?

La semana siguiente no paró de llover y el ánimo de mi madre decayó, y se encerró más en la habitación de mi hermana. Yo me escondía de su vista con el corazón vacío y un sentimiento de privación. Desde entonces, los deseos de fuga y de consuelo nunca me abandonaron.

Faltaban dos días para la comunión y, al volver de la escuela, mi madre se encontraba en el corral. Llevaba en la mano la muñeca de mi hermana y le hablaba de las gallinas. Sus ojos, negros y tan vivos antes de la desgracia, se habían tornado opacos. «Ama«. No me contestó. Me tragué las lágrimas, ya que me había prometido no llorar cuando empezaron los desvaríos de mi madre. Salí corriendo a casa de mi tía. No me detuve ni en la charca para coger ranas, ni a buscar lagartos, ni me subí a ningún manzano. Deseaba verme en su pequeño piso cálido y brillante. Me eché en sus brazos en cuanto la vi. El juramento de no llorar cedió ante un caudal de lagrimas guardadas y retenidas por mi infancia temerosa e insegura. Fuimos a los almacenes San Ignacio y salí con el traje completo para mi primera comunión.

El suelo de la iglesia era de losetas grandes y grises. Iba delante de mis padres. Mi madre llevaba el pelo recogido y sus ojos, como cuando vivía mi hermana, negros y centelleantes. Mi padre lucía el chaleco con el que se casó. Iban del brazo. La cruz dorada se balanceaba sobre mi pecho lleno de gozo. Nos colocamos en los primeros bancos. La mañana era soleada y con viento sur. Mi tía nos acompañaba. El único lujo que nos dimos fue que comimos en el restaurante de Peio, a la sombra de los plataneros, Mi madre me miraba como si me viese por primera vez, extrañada de que aquel chaval fuera su hijo. Yo la miraba con sorpresa y miedo. Por la tarde, el viento cambió y de improviso empezó a llover. Mi madre volvió a su oscuridad y yo apreté la mano de mi tía hasta hacerle daño.

*almuerzo de las 11 de la mañana.

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