El 21 de abril de 1830 el barco Saint Antoine zarpaba de Esmirna con rumbo a Marsella a donde llegaría al cabo de tres semanas de navegación. Entre los pasajeros que iban a bordo se encontraba Mathieu de Bisset, de sesenta años de edad y natural de la ciudad francesa de Lyon. Aquella mañana, se hallaba con su esposa e hija en la cubierta del barco. Estas, con el lógico nerviosismo del viaje. Sin embargo, Mathieu acostumbrado a ellos, se movía con parsimonia y sobriedad. Se había asegurado de que los marineros habían metido, en la bodega, todos los fardos de telas preciosas que había comprado en oriente. Sería su última travesía. El negocio de sedas de Lyon y el futuro matrimonio de su hija con el hijo de uno de los principales banqueros de la ciudad, le invitaban a pensar en un futuro de economía próspera y segura para su adorada Adèle. El señor de Bisset era un hombre para quien el viento de la vida siempre había soplado a su favor.

El barco se desplazaba lentamente y dejaba las cálidas aguas del Egeo. La travesía discurría de forma apacible. Por las mañanas el señor de Bisset acostumbraba a desayunar con el médico del barco, volteriano y republicano con el que se enzarzaba en discusiones amenas que iban de la enciclopedia a la escolástica. Por el contrario, la señora de Bisset evitaba las charlas con el médico, ya que las consideraba impropias de un hombre de su posición.

Una noche de escasa luna y derroche de estrellas, el señor de Bisset paseaba por la cubierta del barco. Sonreía satisfecho; quedaban dos semanas para llegar a Marsella y allí sus criados les esperarían con un coche de caballos para trasladarles a Lyon. Las sedas serían transportadas en un carruaje especial. En esas estaba, cuando vio a unos marineros que se apresuraban a hundir un fardo en las aguas oscuras del mar. El ruido del golpe retumbó en sus oídos. Comenzó a andar de nuevo por la cubierta y depositó la mirada en las estrellas que risueñas y luminosas le hicieron olvidar el incidente.

 

Por la mañana, le informaron que el médico se sentía enfermo y descansaba en el camarote. Salió a cubierta, el día era tranquilo y el aire marino aplacaba los temores de Mathieu. Al rato se acercó su adorada hija. El padre le cogió la mano cubierta con un guante de ganchillo y la besó con delicadeza. La adolescente se inclinó por la borda, con el rostro sobre las olas, su cabello largo se escapaba de la pamela que lo sujetaba y descubrió una melena castaña claro. Mathieu disfrutaba de la bondad de la escena, cuando sintió un picor en el cuello, lo palpó y cogió entre sus dedos una pulga hinchada con su sangre. Sintió una ligera inquietud que enseguida se desvaneció al contemplar a su hija. Adèle era fuerte como él, no había heredado la fragilidad de la madre, tendría hijos robustos y sanos. Cuando padre e hija volvieron al camarote la madre leía un libro religioso y entre sus dedos colgaba un rosario.

Por la noche, en el comedor, el señor de Bisset se vio rodeado de caras taciturnas, como si escondieran secretos peligrosos que no debieran oírse. Acabaron la cena en un silencio pesado y Mathieu acompañó a su mujer e hija al camarote.

Fue a dar su paseo nocturno. Su reloj de leontina marcaba las diez de la noche. Sacó un cigarrillo de su pitillera de oro y presintió que había algo que se le escapaba. El recuerdo del fardo tirado por la borda, la enfermedad del médico y la pulga con su sangre le ocasionó un escalofrío que tenía un nombre, la peste. A lo lejos vio al capitán, que a las preguntas de Mathieu le respondió que había un foco de esa plaga en la carne de la bodega y que habían echado al mar la parte infectada. El capitán cerró la conversación con un «no se preocupe señor de Bisset, el Saint Antoine es más fuerte que las ratas. En una semana llegaremos a Marsella y para entonces todo será un recuerdo».

Mathieu miró el Saint Antoine como un animal espectral, que transportaba un fardo de enorme crueldad por la suave superficie del mar.

 

Cinco días antes de llegar a Marsella, Mathieu, encontró a su adorada Adèle con nauseas y temblores. Cuando el capitán acudió a su llamada, le dijo que el médico no podía venir. La peste le había alcanzado. La hija tenía los párpados transparentes y los ojos perdidos en una mirada que no llegaba a ningún objeto. Los cabellos castaños se desparramaban por la almohada. Aquel cuerpo lleno de vida hacía una semana se estremecía por los vómitos, mientras un color negruzco avanzaba por la piel del escote y se depositaba en el cuello. Cogió la mano de su hija, extendió el brazo y unos puntos rojos dibujaban un mapa de muerte en la carne de su Adèle.

Al atardecer de ese día, el cuerpo de su hija, envuelto en una sábana blanca, fue tirado al mar. Acompañaban al señor de Bisset el capitán y los lamentos de la madre que llegaban al lugar donde se encontraban.

Faltaban cuatro días para llegar a Marsella. Y cuarenta para que el señor y la señora de Bisset, pasado el periodo de aislamiento, llegaran a su casa de Lyon.