Me llamo Jonathan. Vine al mundo en el suburbio negro de Montgomery, Alabama, y me gustan las rubias.
A mi padre no le conocí. Mi madre cambiaba de amante con frecuencia y cuando se iban nos dejaban de recuerdo un medio hermano. Éramos siete de tres padres diferentes, yo era el mediano y no me hacían caso ni los de arriba ni los de abajo. Soy muy grande, tanto que si me caigo y alguien está debajo puede salir mal parado. No recuerdo palabras agradables en mi infancia excepto las de mi tía Miranda. Los domingos íbamos juntos a la iglesia del barrio. Un día me puso un túnica azul que me llegaba a los pies, y le dijo al director del coro que su sobrino tenía talento musical. Cantamos Oh¡ A happy day. Fue el mejor recuerdo de mi niñez.

Cuando tuve catorce años mi tía me regaló un saxo. Lo cogí. Llené los pulmones de aire, acerqué mis labios a la boquilla, apreté los dedos en las llaves del instrumento, y por el tubo dorado salieron unos sonidos, que se quedaron perdidos en el aire plomizo del verano.

Al regresar a casa con el saxo, mi madre murmuró: «Mejor hubieran sido unos pantalones nuevos». Sin contestarle salí a la trasera de la casa y sentado al lado de un roble descubrí mi vocación, tocar con Louis Armstrong en Chicago y con una rubia a mi lado.

El verano de mis diecisiete años una big band pasó por el pueblo. Me oyeron tocar y me dijeron de unirme a ellos. Al día siguiente me fui de mi casa. Mi madre se alivió y mis hermanos se enteraron cuando la noticia pasó de uno a otro. Solo mi tía Miranda me echó de menos.

Fuimos a Savannah y tocamos en garitos inmundos. A los dos años lo hacíamos en el mejor club de la ciudad. Todo iba muy bien hasta que un día Pretty Dixie entró en el local. Venía con el gánster más importante de Savannah. Era de esas rubia de la que todos los hombres nos enamoraríamos. Si te pidiera que mataras no vacilarías. Y yo me perdí en su pelo que era como una madeja de hilos de oro.

Saxofonista

Aquella noche saqué mis mejores variaciones. No se me resistía ninguna melodía. Las alargaba o acortaba a capricho. El sonido volaba por el local y mientras tocaba, el cuerpo de la rubia se modulaba con las notas que salían de mi saxo.

Pasados unos días, Pretty Dixie me hizo llegar una nota: «Mañana a las cuatro te espero al final de River Street». El tiempo que estuve en Savannah salíamos a escondidas. Un día me contó sus desdichas con el gánster. Otro que no le aguantaba. Y un tercero me sacó una pistola de su bolso. Sus súplicas eran mi perdición y cuando le acariciaba su bucles dorados me prometía una historia feliz. Y aquello me llevó una noche a un callejón débilmente iluminado. Esperé al gánster y cuando estuvo casi enfrente de mí, le disparé con la pistola de Pretty Dixie. La bala choco contra un cañería de agua que empezó a rezumar agua y solo pude taparme la cara y la boca para que no me la partiera en dos. Caí al suelo y me quedé tirado entre dos cubos de basura.

A los dos días huí a Chicago. Pasados unos meses llamé a mi tía, que una vez más me dijo que tuviera cuidado con las rubias, que no había una buena. No le conté que la cantante del local tenía una melena que me recordaba las tortitas de maíz que me hacía de pequeño. Pero le fantasee al decirle que estaba muy cerca de tocar con Louis Armstrong. La entrada de mi local daba a la parte trasera del suyo. Pobre tía. Siempre creyó en mí.