Que son las 24 horas del día de la huelga general. Los telediarios arden, o más bien crepitan, que es ese arder sin quemarse que tienen las chimeneas de mentira y los aulladores profesionales.

Pienso que crecí en la idea de que los logros de la lucha de los trabajadores se convertían en derechos sociales universales. Irrenunciables no solo por el esfuerzo de la batalla, sino por las razones que la sostuvieron. Me lo enseñó mi padre, asturiano, minero a los 16, emigrante, estudiante nocturno, explorador social, un ser jodido pero optimista que recorrió en una sola vida el camino que va de la Edad Media a la Clase Media, para él un viaje tan épico como el de Alejandro.

Estoy pensando que esos derechos laborales y sociales han hecho del mundo un lugar más razonable, más justo, y más humano. Lo aprendí trabajando, mirando, entendiendo, conociendo y reconociendo las huellas de otros.

Pienso que ahora, en estos años, se está desmantelando lo mejor del siglo XX y, peor aún, que se está haciendo sistemáticamente. Hace justo un siglo que se hundió el Titanic. Los buenos historiadores usan la fecha para señalar el cambio real de siglo, el que afecta a un cambio sobre lo que somos y cómo lo somos. El barco que parece hundirse ahora es más trasatlántico aún porque es global, pero el iceberg no ha cambiado, y mantiene oculto el 90% de su naturaleza. Es una revolución inversa porque se está haciendo desde arriba, usando toda la estrategia ideológica, toda la artillería mediática, toda la infantería política y todos los recursos necesarios, los evidentes y los ocultos, para deshacer lo andado. Han perdido el miedo pero no la precaución. Es una revolución cobarde porque sus maquinistas se camuflan entre entelequias, cifras y conceptos: ¿quiénes son «Los Mercados»? ¿Dónde viven, qué comen, cuál es su rostro?

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