Mientras se disparan los precios de compraventa y alquiler en toda España, algunos gobiernos autonómicos se refugian en el mercado, se enredan en batallas identitarias de modelo de Estado ya superadas y dejan de lado la necesidad urgente de vivienda asequible. Solo unos pocos han
empezado a moverse.

En España, hablar de vivienda ya no es hablar de urbanismo, inversión o necesidad social. Es, para qué engañarnos, hablar de ideología. De trincheras políticas. De bloques irreconciliables con damnificados por centenares de miles. Y de cómo el problema más urgente y transversal del país —tener un techo decente sin hipotecar la vida ni el sueldo— se convierte en arma arrojadiza para el electoralismo perpetuo.

Mientras tanto, claro, los precios siguen subiendo como si no hubiera un mañana…que llegará, la oferta sigue sin aparecer y el mercado campa a sus anchas como si esto fuera un experimento de laboratorio neoliberal. La vivienda ya no es un derecho, es un campo de batalla sangriento. Y el que no lo quiera ver, es que no paga hipoteca ni alquiler.

Suben los precios de compraventas y alquileres en todo España, en Madrid van en cohete

Los datos no mienten, aunque algunos prefieran mirar a otro lado: los precios de la vivienda siguen disparados. Tanto en compraventa como en alquiler. Y lo que es más grave, lo hacen en todo el país. No hablamos solo de Barcelona, Madrid o las zonas turísticas de la costa. Hasta en ciudades medianas como Burgos, León o Badajoz la subida de precios es constante.

Pero claro, Madrid juega en otra liga. Allí el mercado se comporta como si estuviera en el Nasdaq inmobiliario: los precios suben semana a semana, el Plan Vive fracasa entre renuncias y decepciones, y aun así, se sigue vendiendo como si no recordásemos lo que pasó hace quince años. Porque en Madrid la burbuja nunca pasa de moda.

Según los últimos informes del sector, los alquileres en la capital han crecido más de un 10% interanual y la compraventa, aunque modera su ritmo en abril, lo hace desde una cota tan alta que sigue siendo inasumible para el 70% de los salarios medios. Eso sí, si uno es inversor extranjero con 500.000 euros líquidos y gana en francos suizos, bienvenido sea. Aquí tenemos piso, playa y terracitas.

La obra nueva se incrementa pero no es suficiente

La otra gran falacia que algunos repiten como mantra es que «hay que construir más». Que con más suelo y más ladrillo se resuelve todo. Y, en parte, no les falta razón. España necesita más obra nueva, mucha más. Lo ha dicho el Banco de España, lo dicen los arquitectos, los sociólogos y hasta los promotores (con matices, claro).

Pero el problema no es solo de cantidad. Es de calidad social de la oferta y precio del producto. Porque lo que se está construyendo y lo que quieren construir los promotores, constructores y políticos, no es para quien necesita vivienda, sino para quien puede pagarla (y a poder ser en efectivo). Hay cientos, miles de urbanizaciones de lujo para el comprador internacional, edificios boutique en las zonas más caras de las ciudades, promociones con piscina en la azotea y acabados de mármol travertino… pero ¿y el joven que gana 1.400 euros? ¿Dónde vive?

En este panorama surrealista, la obra nueva crece, pero no hace bajar¡ los precios. Y tampoco incrementa la oferta asequible. Porque, ¡sorpresa! si se deja al mercado decidir «en libertad», construirá los más rentable, no lo más necesario. Y así estamos: con miles de grúas activas, promociones con piscina,
coworking y gimnasio, y gente durmiendo en cassa de sus padres hasta los 35. O más.

El Banco de España avisa de que faltan 450.000 viviendas

Como si hiciera falta que lo dijera el regulador, pero sí: el Banco de España de Escribá ha calculado que faltan unas 450.000 viviendas en el país para equilibrar la oferta con la demanda. Medio millón de casas. Ni más ni menos. Es una cifra demoledora que confirma lo que ya se ve a pie de calle: hay más gente que necesita vivienda que viviendas disponibles.

Y, por si fuera poco, ese déficit convive con una sobrevaloración media del 8,5% en el precio de los inmuebles -también lo dice Escribá. Es decir: ni hay casas suficientes ni las que hay valen lo que cuestan. Pero el mercado sigue su curso, sin regular, sin control, sin planificación. Como si no fuera con él, sin recordar lo que le pasó una vez.

Mientras tanto, las familias dedican ya más del 50% de sus ingresos al pago de hipoteca o alquiler. Y en algunas zonas de costa y capitales, esta cifra se eleva hasta niveles obscenos. ¿Resultado? Un país que presume de crecimiento económico, pero que vive atrapado por el agujero negro de la vivienda, donde todo el dinero desaparece. ¿Y quién se lo lleva?

La Ley del Mercado seguirá regulando la vivienda en gran parte
del país

Aquí llegamos al núcleo del problema. La vivienda en España no está regulada por el interés general, sino por el mercado. Y más allá de las declaraciones de intenciones, las leyes de vivienda estatal, los planes autonómicos o los anuncios de medidas sociales, la realidad es una: quien manda es el mercado.

Y el mercado tiene sus propias reglas. Si el suelo es escaso, el precio sube. Si hay demanda extranjera, se prioriza y construye para el que paga más. Si se puede alquilar a turistas por semanas a 150 euros la noche, nadie va a alquilar a una familia por 700 al mes. Es tan sencillo como devastador.

En este contexto, muchas comunidades autónomas han optado directamente por no aplicar la Ley de Vivienda estatal. No quieren zonas tensionadas, ni control de precios, ni protección permanente del parque asequible. Lo suyo es dejar hacer. «Que el mercado se autorregule», dicen y saben bien lo que dicen… Como si estuviéramos en Noruega. O como si no supiéramos cómo acabó aquello en 2008.

Lo más irónico es que algunas de esas mismas regiones quieren fondos públicos sin asumir obligaciones. Piden dinero para construir vivienda, pero sin limitar el precio, sin imponer alquileres sociales, sin proteger las promociones. Y luego se extrañan de que el Ministerio no firme cheques en blanco. ¡Qué cosas!

Asturias, País Vasco y las excepciones que confirman la regla

No todo son malas noticias. Algunas comunidades están apostando —con más o menos acierto— por políticas de vivienda más ambiciosas y estructurales. Asturias, por ejemplo, ha anunciado un plan para declarar zonas tensionadas y limitar alquileres. ¿Lo conseguirán? Está por ver. Pero al menos lo intentan, lo cual ya es mucho en un panorama general donde la mayoría opta por la inacción como estrategia.

El caso del País Vasco merece mención aparte. Llevan años apostando por el alquiler social, la vivienda protegida y la planificación pública. Y sí, con resultados imperfectos, pero han conseguido que la presión del mercado sea menor. En Euskadi, un 18% del parque está sujeto a algún tipo de protección o regulación. En Madrid, apenas llega al 1,5%. Y esa diferencia, claro, se nota.

Además, el Gobierno vasco ha sido pionero en establecer que las viviendas protegidas sean para siempre, algo que debería ser de sentido común, pero que en muchas otras comunidades sigue siendo impensable. Porque aquí hemos convertido la VPO en una especie de lotería que se revende con plusvalía en cinco años. Una especie de pelotazo social, pero legalizado.

Pelotazos sociales: vender una VPO por 200.000 euros no es un éxito, es un fracaso

Hablemos claro: el modelo de vivienda protegida en gran parte del país ha sido un fracaso. Y no por falta de inversión, sino por diseño. Miles de viviendas públicas construidas con dinero público acaban en manos privadas, vendidas al poco tiempo con beneficios y sin ningún control.

El caso de Madrid es paradigmático. Durante años se construyeron promociones enteras de VPO que, tras el periodo mínimo de protección (generalmente entre 5 y 10 años), se liberalizaban y se vendían a precio de mercado. Resultado: un comprador afortunado revende su piso protegido por 200.000 o 250.000 euros, mientras quien de verdad lo necesita ni accede al sorteo.

Esto no es política social, es especulación de baja intensidad con sello oficial. Un auténtico despropósito que ha erosionado la confianza en las políticas públicas de vivienda y ha generado un mercado secundario de “oportunidades” para quien tuvo la suerte de caer de pie en su día. La vivienda pública debería ser patrimonio de uso colectivo, no un activo financiero con fecha de caducidad.

Vivienda asequible de por vida: lo que funciona en Europa y aquí ni se plantea

En países como Austria, Alemania o los Países Bajos, buena parte del parque de vivienda social nunca sale al mercado libre. Se mantiene bajo gestión pública o de entidades sociales durante décadas. Y eso permite garantizar alquileres razonables, estabilidad para las familias y una alternativa real al mercado
privado.

¿Es tan difícil copiar lo que funciona? ¿Tan complicado es blindar legalmente que una vivienda construida con fondos públicos no se venda a un fondo buitre en 10 años? ¿O será que no interesa? Porque cuando se propone que la vivienda asequible lo sea de por vida, saltan todas las alarmas en ciertos sectores: ¿y los promotores?, ¿y los márgenes?, ¿y la rentabilidad?

Mientras tanto, en España seguimos anclados en el modelo del “alquiler asequible durante 7 años”, que es como decirle a alguien: “puedes vivir aquí, pero no te encariñes”. Así no se construye estabilidad ni arraigo. Se construye incertidumbre. Y en un mercado tan volátil como este, lo que menos necesita la gente es que su techo tenga fecha de caducidad.

Alquiler turístico: el elefante en el salón que nadie quiere tocar

Y si hay un factor que ha disparado la tensión del mercado, sobre todo en zonas costeras y en los cascos históricos de las grandes ciudades, ese es el alquiler turístico. Pisos que antes se alquilaban por meses o años a familias, estudiantes o trabajadores, ahora se convierten en alojamientos temporales para visitantes.

Más rentables, más rápidos, más caros. Pero con un coste social enorme.
El Gobierno central ha prometido regular, las comunidades se pasan la pelota y los ayuntamientos hacen lo que pueden… cuando quieren. Algunas ciudades como Palma, Barcelona o San Sebastián han puesto límites. Pero en otras, como Valencia o Málaga, la expansión sigue imparable, aunque Paco de la Torre se disfrace de torero. Y el resultado es el de siempre: vecinos expulsados, precios al alza y barrios convertidos en parques temáticos.

¿Soluciones? Hay muchas. Desde licencias obligatorias con cupo máximo, hasta prohibir el uso turístico en edificios residenciales o exigir compatibilidad urbanística expresa. Pero para eso hace falta voluntad política. Y claro, cuando el lobby turístico aprieta, muchos se lo piensan dos veces o reculan.

Jóvenes sin independencia, clase media atrapada, y el nuevo perfil del excluido habitacional

El impacto de esta situación no se limita ya a los colectivos más vulnerables. La falta de acceso a la vivienda ha empezado a devorar a la clase media. Esa que antes podía comprar con esfuerzo, alquilar sin agobios y planificar su vida. Ahora, ni compra, ni alquila, ni planifica. Sobrevive.

Los jóvenes son el rostro más visible del desastre: la edad media de emancipación en España supera ya los 30 años, una de las más altas de Europa. Y eso cuando lo consiguen. Porque cada vez son más los que renuncian directamente a vivir fuera del hogar familiar. No por falta de ganas, sino de alternativas.

Pero el fenómeno se extiende. Trabajadores con empleos estables que no pueden permitirse un piso.
Familias que se ven obligadas a compartir vivienda. Parejas con hijos que viven en habitaciones alquiladas. El excluido habitacional ya no es solo el parado o el inmigrante precario. Es también el administrativo, la camarera, el técnico de laboratorio, el enfermero. La clase media está en riesgo de extinción.

El esperpento del pinganillo y la política que gira la cara

Mientras tanto, asistimos a una Conferencia de Presidentes en la que el pinganillo tuvo más trascendencia que todo lo hablado, aunque fuera en varias lenguas, como si el problema de España fuera la traducción simultánea y no el colapso del sistema residencial. Una política que debate con fervor sobre banderas, nombres de calles y bloques ideológicos, pero que evita pisar el barro del ladrillo y el alquiler.

Y no es casual. Porque hablar de vivienda es incómodo. Obliga a posicionarse. A enfrentarse al mercado.

A limitar beneficios. A incomodar a grandes o pequeños propietarios. A redistribuir recursos. Y eso, en un país tan propenso al cálculo electoral y al politiqueo, es casi una herejía.

¿Soluciones? Las hay. ¿Valentía para aplicarlas? Muy poca

Este no es un problema técnico. Es un problema político. Y como tal, necesita soluciones políticas:
-Construcción pública de vivienda asequible a gran escala.
-Blindaje de la vivienda protegida como uso permanente.
-Regulación firme del alquiler turístico y de temporada.
-Fiscalidad disuasoria para la especulación.
-Coordinación entre administraciones y un pacto de Estado real, no de PowerPoint.

Pero para eso hace falta voluntad. Y esa, a día de hoy, brilla por su ausencia.

¿Dónde están los políticos comprometidos y no con el dinero?

España no necesita más comisiones de estudio, ni más diagnósticos ni planes estratégicos con nombre rimbombante. Necesita acción bien encaminada. Y la necesita ya. Porque mientras los gobiernos se pasan la pelota de una administración a otra, la realidad se impone con crudeza en cada desahucio, en cada piso turístico nuevo, en cada joven que se ve obligado a volver a casa de sus padres.

La vivienda debería ser una política de Estado, y no el ring donde todos se pegan y sólo salen ojos morados. Porque no hay país posible si sus ciudadanos no pueden vivir en él. Y si la política no sirve para resolver eso, entonces no sirve para nada.

Hace falta una izquierda que deje de prometer lo que no se atreve a cumplir. Y una derecha que entienda que sin vivienda no hay libertad, por mucho que lo repitan. Pero, sobre todo, hacen falta valientes.

Políticos que se enfrenten al mercado, que apuesten por lo público que es a quien se deben porque es quien les paga… aunque no siempre, que dejen de estudiar las encuestas y empiecen a mirar los portales inmobiliarios. Porque lo que se ve ahí, día tras día, no es solo una burbuja. Es un fracaso colectivo con nombres, apellidos y responsabilidades concretas.

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