La ciudadanía madrileña se ha visto sorprendida por una convocatoria electoral poco justificada. No porque la política desarrollada en la Comunidad de Madrid haya respondido con coherencia a la situación creada por la pandemia, sino porque lamentablemente ése no suele ser el parámetro fundamental para remover la gestión política, siendo otros elementos menos serios, los que determinan decisiones como ésta, profundamente irresponsable en tiempos de pandemia, e injustificable, al basarse en un mero imaginario conspiratorio que, en todo caso, tendría su recorrido por vía parlamentaria, la más idónea en pleno mandato para su sustanciación.

No quiero omitir tampoco la inoportunidad de las iniciativas producidas en Murcia y Castilla y León, que han contribuido también a desquiciar el panorama político, con un grado de irresponsabilidad semejante, máxime cuando, además, no se cuenta con el respaldo político suficiente para validar esos movimientos sísmicos en la política española.

El caso es que, finalmente, nos hemos visto abocados a este proceso electoral, sin duda decisivo para el próximo futuro de la realidad social madrileña, motivo por el cual ha desatado una serie de decisiones, que aparentemente pueden estimarse como desmedidas, pero que dan buena prueba del valor estratégico de la política madrileña para todo el país. Es indudable que Madrid es una caja de resonancia de todo el Estado y su deriva incide de forma ostensible en el discurrir de la política general. Ya fue Antonio Machado quien dijo aquello de “Madrid, rompeolas de las españas”. Ello a pesar de que el contexto político madrileño no coincide en absoluto con los elementos concurrentes en el marco político general del país.

Puestas así las cosas, todo el mundo coincide en que el 4 de mayo se juega algo más que el puro reparto de escaños en la Asamblea de Madrid y su repercusión en la formación del gobierno regional. Claro que esto último sí actuará como indicador clave del estado de las cosas en la presente legislatura estatal.

Pero conviene centrar la mirada y la posición en el verdadero terreno en que se celebran estas elecciones autonómicas. Y es que de veras estamos ante un reto muy importante para la calidad de vida de la gente, que es uno de los aspectos más valorables de la política real. Las competencias de la Comunidad de Madrid son claves para la sanidad, algo absolutamente relevante en estos momentos de salida de la pandemia, tanto por la necesidad presente de una cobertura eficaz de los casos todavía numerosos de contagio, como por el propio plan de vacunación, que muestra carencias muy notables en su ejecución. En educación, donde los avatares de la crisis sanitaria han derivado en un resquebrajamiento del sistema educativo, falto de respuestas consistentes para sortear las dificultades del momento, pues la idea de servicio público no ha arraigado mínimamente en la estructura educativa, quedando buena parte del alumnado en una situación de precariedad escolar muy dañina de futuro. En los servicios sociales, profundamente deteriorados por falta de refuerzos en la atención primaria que, como en sanidad, resulta fundamental para la actuación del sistema público. Además la atención a la dependencia pasa por una infinita lentitud, que genera la desatención de miles de personas, que incluso fallecen antes de recibir ni siquiera su valoración. En vivienda, donde no se aborda el problema endémico de un acceso asequible, mientras campan a sus anchas los fondos buitre sin que se acabe de cortar su incursión en un tema de tanto riesgo social. En la garantía de ingresos, en la que se ha querido aprovechar el surgimiento del Ingreso Mínimo Vital, IMV, para reducir la Renta Mínima de Inserción madrileña a un mero instrumento de tapa agujeros, en vez de actuar como complementaria del IMV para atender al umbral de pobreza fijado hoy en 750 euros por una persona sola, sin contar los complementos por cada nuevo miembro a añadir de la unidad de convivencia. Son solo algunos ejemplos concretos de la transcendencia de ese papel del poder autonómico.

Entonces, la conclusión final de este relato de coyuntura, incide en algo que es un asunto mucho más de fondo para la reflexión cívica de la ciudadanía, el valor de la democracia en una situación como la actual. Somos conscientes de que la democracia es una realidad imperfecta, como lo es la propia política, por eso hay que elegir siempre con ese punto de relatividad que el acontecer humano y social nos sugiere. Pero es el instrumento a nuestro alcance para intervenir en la vida pública, donde se toman decisiones tan fundamentales para el bienestar social personal y colectivo. Por eso votar es una obligación moral para contribuir a la mejora efectiva de la sociedad. Hay que respetar la abstención consciente debidamente asumida, por razones ideológicas, eso forma parte también de la praxis democrática, aunque yo no la comparta. Pero nadie debe renunciar al voto por dejación o por comodidad. Si no participamos estamos delegando nuestra voz en una mayoría beligerante que defiende sus intereses de clase no para construir igualdad, sino para afianzar su poder económico y social, a través de ese poder político que les cedemos.

Más aún, solo desde la participación democrática, que es mucho más que votar, es seguir día a día activos para apoyar y defender las causas justas, se puede transformar la política, de manera que la democracia no constituya tanto una regla de juego para elegir a nuestros representantes, sino un compromiso de convivencia social, donde los derechos humanos y la justicia social sean los signos distintivos de nuestro sistema.

Ahora bien, el paso primero, el elemental para retomar ese camino, es acudir el 4 de mayo a las urnas para hacer valer la voluntad democrática de la población madrileña en cambiar el rumbo de su Comunidad y superar 25 años de hegemonía neoliberal, antisocial y corrupta.

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