La vieja se tira en el sillón. Con el dedo gordo del pie aprieta el botón de la lámpara y se pone un calcetín rojo; el otro lleva días buscándolo. Se adormece con el motor de la lavadora. Al colgar la ropa desde su segundo piso, la prenda desaparecida dibuja una curva en el suelo del patio del portero. «¡Qué rabia!» dice la vieja.

Tapa la lavadora con una funda de flores que oculta el deterioro de la máquina.

– ¿Hace cuanto tiempo que la tengo? Sí, quince años, los mismos que Alvarito se fue de casa. La compré para lavarle el mono de la fábrica, pero mi hijo prefería los jerséis de cuello cisne y el polo azul al olor a obrero. “Cómo odio esa farándula nocturna que le tiene envenenado”.

Un par de veces al año, el hijo va a visitarla. El día se aproxima y cuando llegue, la abrazará, la levantará en el aire, y hasta le dirá algún piropo. Y la vieja le entregará los ahorros que guarda en el bote de cristal. El brillo de las monedas se reflejará en los ojos de Alvarito, y ella olvidará el tedio de sus días y el miedo a no volver a verle. Hoy le toca contar el dinero y dejar una cantidad para la próxima visita.

Mira al patio otra vez, y el calcetín rojo se muestra desafiante sobre el suelo gris. «Le debo seis meses y no me dará el calcetín si se lo pido. Pero si le pago, el frasco se me queda vacío y Alvarito no vendrá. El caso es estar siempre jorobada» dice la vieja. Se arrastra por el largo pasillo y se apresura a ponerse el abrigo. Aprovecha los mediodías para bajar a la calle. Es la hora a la que el portero reparte el correo en la finca de al lado. Baja los escalones con cuidado, salir del portal sin que el portero la descubra, es un desafío para sus piernas renqueantes.

La mañana que la visita su hijo, entre el recuento de las monedas y las carantoñas le cuenta la pérdida del calcetín. Alvarito la escucha moviendo las manos ensortijadas. En el dedo índice destaca el anillo de rubí de su padre. Abandona la sala balanceándose y con voz atiplada le dice: «Ese, se va a enterar». Alvarito tarda en llegar. Tanto, que la vieja oye a los niños que regresan del colegio. Cuando por fin vuelve, la cara arrebolada de Alvarito trae una sonrisa de batalla ganada. Y con un mohín, le deja el calcetín rojo encima de la mesa. Desde ese día el hijo frecuenta a la madre. Baja a la portería tras un café rápido y por los escalones la escucha decir “la bombilla del pasillo sigue fundida,y por las noches trastabillo cuando voy al baño, el cajón de los cubiertos no cierra bien…“ pero el hijo frunce el ceño cuando la madre le menciona los arreglos y se mira las uñas esmaltadas en mate transparente y libres de cutículas.

La vieja esconde el calcetín rojo, origen de toda su dicha, en una cajita donde tiene una estampa de La Milagrosa y la esquela de su difunto marido. Besa el papel enlutado y murmura: «Ya te lo decía yo, Honorio, que nuestro Alvarito volvería”. Enciende la televisión y sube al máximo las voces de la telenovela para sofocar los gemidos que salen de la portería.

Ahora la vieja sale a la calle a cualquier hora, y cuando el portero la ve, deja la escoba, y el rubí de su marido destaca en la mano que coge el pomo de la puerta para abrírsela. Le saluda cordialmente: «Buenos días, señora, que tenga un buen día», y la vieja con cierta indulgencia y parsimonia, le contesta: «Buenos días, Jose». Y erguida y segura camina bajo un cielo azul como el de la estampa de la virgen.

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