No sé cuando cambió mi vida, puede que hace seis meses cuando realicé el curso contra el acoso laboral. Hasta entonces yo llevaba una vida normal, unos kilos de más redondeaban mi estómago y las entradas empezaba a descubrir mi cráneo. Me gustaba el fútbol, quería a mi mujer, odiaba a mi jefa, y a mi hijo le llamaba campeón como en las pelis americanas. La estadística me hubiera metido de cabeza en el rango típico de varón de cuarenta años.

El comité de mi empresa, ante varios casos de acoso laboral, pidió que se hiciera un curso en esa materia con el ánimo de bajar la tensión en la oficina, y de meter en vereda a los primates que quedaban en nómina. La empresa accedió gustosa, las habladurías se trasladarían al nuevo curso y acabarían con los rumores de un par de jefes responsables de la hazaña. Mi jefa me sorprendió al decirme que iría en la primera tanda mirándome como a un criminal, mientras su escote en pico bajaba por unas profundidades que depositaba mi mirada en la luminaria de mi despacho, no por lujuria sino por no verme en su boca de áspid.

El día del curso me levanté de buen humor, mi jefa no me aburriría con sus correos electrónicos. Era viernes y el partido de fútbol de fin de semana tenía ocupada mi mente. Los asistentes al curso nos miramos de forma irónica y cautelosa, el acoso laboral al parecer, producto de nuestro exceso de testosterona, era una fuerza que no podíamos controlar y nos impulsaba a tocarle el culo a la compañera o lo que es peor a la jefa con unas consecuencias irreparables.

La monitora empezó la charla con diapositivas, evolución del acoso en las empresas, legislación, etc. Yo, mientras, divagaba sobre el fin de semana y ya paladeaba despertarme el sábado al lado de mi mujer, cuando una diapositiva con la bella durmiente a la espera del beso salvador, hizo su aparición en la pantalla del monitor.

El sábado me desperté agitado, levanté las sabanas y el cuerpo de Isabel, se perfilaba debajo del camisón, un pecho aparecía entre las puntillas, toqué suavemente su cuerpo, el calor que desprendía me hizo rodearla con mis brazos, cuando la voz de la monitora resonó dentro de mí: «El cuento de la bella durmiente es una violación». Me levanté de un salto como si huyera de un fuego devastador. Paseé por la habitación, observé de nuevo a mi mujer, sus rizos desparramados por la almohada, su respiración tranquila y la boca ligeramente abierta, no traslucían mis asaltos sexuales de los sábados y sentí el impulso de fundirme en su cuerpo. Pero yo todavía era un ser extraviado y dominado por mi virilidad incontrolada.

El cuerpo me temblaba, y no olvidaba las palabras de la instructora: «Es el problema de la hombría mal encauzada y de nuestra falta de control, que nos convierte en seres dominados por nuestras pasiones más bajas”. Abrí tembloroso la ventana y el frío me sacudió. Me dirigí al cuarto de baño, una ducha me salvaría de mis impulsos primitivos. Pero una nariz moqueante me paralizó la valiente decisión. Fui al dormitorio de mi hijo. Por el suelo se desparramaban todos sus juguetes, cogí la máscara de star wars y volví con ella a la habitación. Me acerqué a Isabel, toqué con pudor su hombro, estaba a punto cometer un disparate, de hundirme en su pelo, encontrarme con su boca y llenarla de besos nocturnos, iba a caer en el abismo de mi apetito desatado, pero la monitoria acudió, de nuevo, en mi auxilio: «Y el delito es más grave, porque se asume la pasividad y la indefensión de la mujer». Abrí de nuevo la ventana, me puse la máscara para protegerme la nariz. Unos enormes estornudos salieron de mi boca. Entonces, oí la voz de mi mujer.

  • ¿Qué haces? – Me miró con sorpresa, al encender la luz
  • Es que…. – Sonándome la nariz a la vez que me quitaba la máscara
  • Anda, vuelve a la cama –

Me metí en la cama. La luz se apagaba tenuemente como la voz de la instructora. Amoldé mi cuerpo al de mi mujer, y le pregunté tímidamente: ¿Puedo?

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