Jugando a las cartas

Para muchos de nosotros -entre los que me cuento- saber envejecer –porque conviene llamar a las cosas por su nombre- constituye una de las obras maestras de la sabiduría y la experiencia cotidianas a lo largo de la vida. Un arte difícil pero necesario y beneficioso. Un tiempo para el equilibrio de la madurez –no de la decadencia- y para la “pequeñez” (alguien ha dicho que lo pequeño es hermoso).

En este tramo de la vida pueden conjuntarse felizmente la alegría deseable que proporciona con relativa frecuencia la religión y el cultivo de los sentimientos y las emociones más depuradas. Para el pensador y jurista italiano Norberto Bobbio, la vejez es la etapa de la reflexión y –añado yo- de la recapitulación vital, del recuento de logros y fracasos, de luces y sombras.

Pero es difícil sustraerse en ella a la sensación de extrañamiento, de despojamiento o desposesión de uno mismo, de pérdida de identidad. A lo que hay que responder con rotundidad que la vejez no está separada del resto de la vida, de las distintas y variadas etapas que la constituyen, sino que se perfila como un tramo final –breve o largo- que debe ser de descanso en paz, aun contando con las limitaciones y el temor obsesivo por la decadencia que suelen acompañarla.

La conciencia de la propia fragilidad y vulnerabilidad es otro atributo sustantivo de la vejez, desde el que es posible conjugar las cosas grandes y pequeñas de la vida y alimentar una esperanza honesta, racional y realista. También resulta viable un “descentramiento” del yo y una apertura a los demás y a la realidad, una síntesis del corazón de la que ha hablado entre otros autores la mística contemporánea Madeleine Delbrel, con el contrapunto de la aridez del corazón que han formulado diversos pensadores de cuño más o menos contemplativo o de proyección decididamente activa y militante. Ambas conforman el equilibrio que puede llamarse con justicia la sabiduría del corazón.

El despojamiento -un camino hacia la desnudez que la vejez lleva consigo– puede ser un aprendizaje de la madurez. No es una rima baladí ni un mero juego de palabras: desnudez-vejez-madurez, sino un tríptico elocuente que nos puede alimentar la vida y estimular la esperanza en esta etapa final.

Más allá de la precariedad y postración que implica, es posible y deseable vivir la vejez no tanto como nostalgia de la plenitud sino con un sentido de resistencia, con la actitud combativa de mantener la dignidad y altura necesarias en la respuesta a la densa realidad que la vida nos va mostrando.

La vejez significa también voluntad y capacidad de aprender y de crecer, aunque ello nos suene paradójico. Por encima de meras reflexiones de cierto perfil especulativo, anhelamos una vejez serena y gozosa como remate a una vida no menos sosegada y luchadora. La cercanía incierta de la muerte aporta asimismo densidad existencial a este tiempo de otoño e invierno tan peculiar e intransferible.